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Mostrando entradas de diciembre, 2018

Como dos hojas de sal

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Estás, te veo. O no estás, cuando la oscuridad me ciega. Estás siempre, dentro de mí, cuando a ti te pienso. Estás en el frío y en el calor. Estás cuando te disfruto, en la arena, mirando hacia el infinito, hacia las rocas del horizonte, hacia el acantilado nublado. Estás en un ramillete de hojas de hojas que oyen, sienten y padecen, de hojas rodeadas de flores incandescentes que miran tu presencia, que observan tu vida como si ellas ya no estuviesen. Estás en la vida, en mi vida. Estás en tu vida, sin necesidad de mí. Estás porque alguien, alguien te dejo estar. Estás porque sí, porque algo habrás de hacer. Nadie está por estar, salvo que no quiera estar. Si estás, quizá... es porque conmigo quieras estar. No, a veces no estás. A veces... A veces eres un sueño, un mundo distinto, una dimensión paralela, un vis a vis, un flashback, un momento, una hora, una estrella, un avión de papel, un silbido, una extrañeza, una figura, un retrato, una silueta, un enem

Ritmo Sostenido

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En esta entrada y en la siguiente, se publicarán los textos que he creado para la página web literaria Ritmo Sostenido que será eliminada próximamente. Así, los textos perdurarán en este blog.  Como escribí ocho textos relacionados con colores, cuatro serán publicados en esta misma entrada y, los otros cuatro, en otra distinta.  Rojiámbar ¿Nunca te has parado a pensar en cómo es el amanecer? En cómo se colorea el cielo cuando las nubes dejan pasar solo ráfagas de la estrella que las observa. Sí, esos pilares horizontales de mármol espumoso que se colorean de sol, ofreciéndonos distintos matices de color. A veces absorben ese sangriento matiz -y así lo vemos-: otras veces lo reflejan -y otro color absorbe y observamos-. La pintura cambia en ellas, y en nuestro iris. ¿Por qué tantas veces no somos capaces de pararnos a verlo? A disfrutarlo, a estremecernos con su llanto en días oscuros y a saltar de alegría cuando solo el oro se tercia y el cielo, convertido en ámbar, como

Niebla

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Niebla, Niebla, a ti te hablo. Tus alas de hiel heladas acarician mi mejilla que, colorada, siente tus arañazos escarlatas.  Niebla querida, blanca y lúgubre; nocturna y pura en la amarga noche. A ti te hablo, Niebla, porque nos ayudas a no ver, sabiendo lo que hay delante. A ti me entrego en esta bella y escarchada hora.  Mis ojos te observan en tu inmensidad de océano grisáceo, mis manos rozan tu cuerpo despacio, disfrutando del roce con tu cintura; mis labios disfrutan de la eternidad de los tuyos.  Ven a mí pequeña gacela, álzate, atraviesa veloz el mundo. Ya estás aquí y en tus brazos me pierdo,  encerrando mi miedo en tu cálido cuello. Me veo mejor oculta. Guárdame en tu sombra para que ningún ojo necio pueda encontrarme. Me hablas de la luz cuando rasga tu mirada en la ciénaga del alba. Me hablas tú. Tú, que eres la luz de mi corazón y el fuego de mi alma. Quiero tu luz, no esa luz del astro que quema el cielo abrasándolo y lamiendo sus heridas de sangre. La

Latidos en Nochebuena

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Aquella noche de invierno me encontré sola, en el salón de mi casa, quieta, hipnotizada por el paso del tiempo, de las horas, de las historias, de los mismos momentos monótonos que año tras año se repiten sin parar. Me senté en el sofá. Observé la tele, apagada. No la iba a encender. Cuando la enciendes es para sentirte acompañada, para reírte, ver algo que te gusta o simplemente mirar lo que no te interesa, para no verlo y dejarlo pasar.  Era Nochebuena, una noche magnífica, familiar, alegre. O eso recordaba yo de aquellos años de felicidad inquieta, de brindis, de jaleo infantil al llegar los postres, de champán, de turrones, de pura fiesta, de sonrisas compartidas, enajenadas de los problemas individuales. Hoy no hay nada. En mi casa solo hay oscuridad y un leve lucero a punto de fundirse en la mesita de noche. En mi casa ya no hay nada, solo recuerdos. Eran las diez de la noche, hora de cenar, supongo. Puse un tenedor, un vaso de agua y un pequeño trozo de pan en la mesa