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Mostrando entradas de junio, 2019

El castillo de cera

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El cielo siempre estaba despejado. La luna formaba parte del día y de la noche, del sol y de las estrellas. Las nubes solían ser de colores claros y grandes. Muy grandes y esponjosas. De hecho, parecía que se las podía coger con la mano y aplastarlas. Acompañaban en el techo colorido a unas rayas sin rumbo, sin comienzo ni fin que se paseaban desdibujadas por todo su territorio. Eran de cualquier color vivo y cálido. Acompañaban en su ir y venir a los pájaros: seres extraños, distintos a los que conocemos. Algunos hablan y otros solo vuelan con un ala o con la cola o solo levitan en concentración absoluta dentro de una nube.   Bajo este contorno mágico hay un mundo. Un mundo a veces distante, otras veces ajeno al cielo que lo cubre. Sus seres miran hacia arriba y el arriba, hacia abajo. Se miran, se observan, se escrutan y vuelve cada uno a lo suyo, como si no estuvieran destinados a comunicarse.  En esta zona baja del mundo viven criaturas y criaturas, de todos los colores

PoesíaX

Se mecía sobre la mar                                                                                              Extraña y muda Verde y dulce                                                                                                        Era la princesa rosa La muñeca sola                                                                                                      Las estrellas lucen Sobre el reflejo de la luna.                                                                                  Y flotan sobre su altar.                                                                        No había nadie                                                                      Vacías las calles                                                                   Pequeños y grandes                                                                       Seres en trance. La casa desnuda                                                                              

Black

Había salido perfecto. No había sangre, el arma no podía encontrarse cerca de la escena del crimen y, en el caso de que se averiguase su paradero, nada ni nadie conseguiría relacionarlo con el crimen, con este crimen. Sin embargo, toda precaución es poca. Y por eso vas a ayudarme a que no se note. A que nadie nunca descubra la verdad. O si no, tú y yo, sí, tú y yo estamos muertos. Y muertos de verdad. No me apetece tirarme toda mi vida natural en un cubículo oscuro sin poder escribir. No, señor. Si nos pillan, sea de quien sea la culpa, tú y yo, sí, tú y yo, nos suicidamos. Prefiero morir como alguien que mató para verse muerto, que seguir vivo en la muerte de la realidad, o sea, muerto en las tinieblas de la vida. No me mires así. Estamos los dos en esto y los dos saldremos bien o mal. Además, yo soy escritor. ¿Tú qué eres? Exacto, nada. No me mires así. Si todo sale bien, tú y yo, sí, tú y yo, seremos ricos y podremos irnos lejos. Juntos o separados, como veas. Pero lejos. Muy lejos

Neutro

En la fotografía salían los cuerpos difuminados, alargados hasta el infinito, pequeños, de doble filo, sin tiempo, sencillas motas de pólvora incendiados de nada, en algún lugar de la habitación. Las ventanas sin color reflejaban sus vistas, ajenas a nuestros ojos hinchados: hermosamente grisáceos, carcomidos por el polvo.  Una imagen de alta calidad. Se perfilaban al fondo unas tímidas separaciones rectas, mullidas y espinosas:  hilos de morfina, de esperanzas perdidas, de ilusiones mohínas.  Finas arañas los tejían, los aislaban de la cruda realidad del género neutro. El sol, esfera eclipsada y clara, a veces oscura, con la sombra de los epitafios de tu recuerdo. Estaba enmarcada por un río plateado, delineado por el frío que todo lo abarca, que todo lo absorbe.  Níveos objetos bañados en ocre, distinguidos antes de que se decolore el espacio y lo inunden todo de sombras. La profundidad del espejo definía el color, a veces pasivo, a veces sepia por el paso de los