Tetricada I

Comienza aquí una pequeña saga de historias, relatos y descripciones tétricas sobre cualquier elemento del mundo. Cualquiera es bueno para hacer de él una "tetricada", para convertirlo en algo feo o estridente o quizá tenebroso. ¿Por qué?, podrías preguntarte. Porque... ¿nunca te has cuestionado por qué para unos es bonito o alegre una cosa y para otros es lo contrario? No es que ese cuadro en cuestión cambie, sino que nosotros somos los que cambiamos y en función de nuestra psicología, un algo es una cosa u otra o ambas o ninguna. Por ello, te traigo aquí una serie de imágenes, historias, etc., que espero que te gusten y que supondrán una serie de artículos a lo largo de algunos días. 

Diviértete... o no. En tu capacidad de ilusión reside esa reacción.

Tetricada (I)

La noche caía encinta, como polvo de luz oscura. El paisaje ya no era sino negro carbón que a sus sombras asustaba. A veces volaba bajo un cantar nocturno una orda de pequeñas saetas voladores. Los cuervos. Dicen que predicen la desdicha, dicen que alejan hasta la luz de sus retinas. Nadie había en el negro agujero que la noche traía. Nadie acudió a la violácea espera del parto. Ni la luna siquiera pasó a dejar flores para la reina de la noche que venía anunciándose. Sin embargo, un peregrino, un negro jinete de la orden de los humanos pasaba alegre -y en guardia- por el pasaje de la lúgubre moda del cielo. ¿Quién era aquel hombre que ni sabía a dónde iba ni de dónde venía ni a dónde había parado a llegar? Pensó que ese llano verde oscuro era bueno para acampar y pasar la noche. ¡Pobre insensato! 

Quiso encender una tenue luz que alejara las sombras del valle y de su propio corazón. Quiso alumbrarse para ver su rostro reflejado en la llama. Quiso tantas cosas que no vio venir a la hija de la noche. Ella esperaba a nacer mientras el ingenuo hombre intentaba inútilmente crear un lucero en la oscuridad. 

Pronto llegó la hora. La noche gritó, la luz salió de ella. El parto había llegado. La noche rompió en estrellas. Todas ellas, que guardaba en su vientre, empezaron a caer cual meteoritos de lava. El hombre todo lo veía atónito. Cuando una estrella fugaz de las que soltó la noche cayó cerca de él se asustó y comenzó a huir sin saber que no podría escapar, que ya nada había allí para él. Nunca hubo nada, solo muerte, amenazante entre las líneas del tiempo que él había elegido vivir por primera y última vez en su inerte ignorancia de mortal. 

La noche estaba preparada. En cuanto dejaron de precipitarse las estrellas, se oyó un primer sollozo, un grito de dolor, el cielo se abrió, la noche gritaba y el cielo cambió. Empezó a iluminarse de morado, azul, verde, amarillo, naranja y finalmente rojo. Se fracturó. Una grieta se abrió y una lluvia de sangre cayó sobre el hombre y su humanidad. La tierra se llenó de fuego, las plantas se tiñeron y los seres vivos (o quizá ya no tan vivos) miraron el espeluznante techo roto, quebrado. Y la vieron parir. La vieron sacudirse entre interminables gemidos mientras el dolor la oscurecía aún más haciéndola más mujer, más orgullosa de sí misma. Los cuervos observaban inmóviles sabiendo que llegaba la creación de la vida, aun en ese panorama mortuorio de sombras... y más sombras bañadas de una tétrica llama de vida. 

Al fin salió y nació, como otras muchas veces, fuerte, enérgica, en su caudal de valentía. Y se dejó ver -y oír-. Comenzó el réquiem de estruendosos órganos, latidos de un monasterio y de los resplandores de su alma. La tormenta había nacido de nuevo. Dejó caer sus implacables e hirientes flechas de agua contra la tierra. La herían, la inundaban y la encharcaban convirtiendo el mundo en el espejo que la permitiese reflejarse para que todo aquello vivo y muerto tuviera la obligación de ver y adorar su belleza, su belleza natural, su natural fuerza, la fuerza de la naturaleza. 

El hombre no pudo salir, nunca pudo salir. Solo su vida y su alma escaparon de la feroz cárcel del cuerpo. Ese cuerpo que dejó de ser, que dejó de tener forma, que pasó a ser todo agua y que la tormenta convirtió en su espejito personal. Ese hombre que nunca debió llegar, ese hombre que nunca salió y, cuyo cuerpo quedó demacrado ante la fiera realidad que nunca pudo vencer. 

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