Tetricada II

La viola está en su sitio. Inclinada. Apoyada contra la lápida. La niña, sentada en el suelo hace dibujos con una ramita de ciprés. Otra vez esa niña en el cementerio. Otra vez sola. Siempre sola. Está cerca de sí misma, pero lejos de su alma; perdida; robada. Tiene una herida, en el corazón. Sangra. Sangra lentamente. Un pequeño río líquido de sangre roja, roja como el dolor de su soledad que la acompaña y que le ayuda a tocar la viola, arma del diablo, herramienta de evasión del color de su sonrisa... apagada. 

Imagen de Manuel Viola
No eres nadie. Te has acercado a mirar. ¿Quién eres? Nadie. Un alma. Otra más. No te acerques a la viola. No podrás tocarla. No se deja tocar. Es el instrumento del diablo, que juega con un palo a pintar la tierra. Esa tierra que pisas, en la que dejas tus huellas, en la que dejas caer tus lágrimas cuando sangras y tu sangre cuando lloras. Ella, esa niña que ahora observas asustado y arrodillado detrás de un arbusto, sabe que estás ahí, observándola mientras pinta el mundo con las sombras de sí misma. Tu sangre es su sangre, pero ella la absorbe mientras tú te dejas caer por el abismo sin fondo. Nada hay más terrible en tu mente que caer a un agujero y nunca volver a tocar el suelo. Te vuelve loco. Te mata. 

Coge la viola. No piensa. Solo toca con sus dedos de nívea porcelana, dedos que se mueven sin nada que los mueva. Toca una canción de cuna, la que le tarareaba la Diosa de la guadaña cuando la abrazaba en su esquelética dulzura. 
Ya no puedes escapar. 
La música te paraliza.
Tu alma está encarcelada entre tu miedo y tus sueños.
Tus sueños se congelan.
El murmullo del cementerio se hace real.
El miedo es real.
La adrenalina recorre tus huesos.
La sangre comienza a brotar.
Tu iris, antes azulado, se aclara poco a poco hasta que tu alma se refleja en él.
La guadaña roza tu cuerpo.
Tus mejillas.
Tu pecho.
Tu... tu gloria.
Te abrasa con su sed.
Con su lujuria.
Te hace cosquillas.
La muerte te sonríe.
La muerte hace vibrar tus venas, tus entrañas... te da un inmenso placer.
Te enamoras.
Te enamoras de la horripilante e irresistible pasión.

La miras sabiendo que eres suyo, que la luna ya no os ilumina, avergonzada se ha escondido en su propia sombra, que la claridad que ves no es más que los luceros de la niña con los que palpa las cuerdas de la viola. ¿Quién eres ahora, ínfima alma? ¿Quién eras? Ni te acuerdas. Ahora ya no eres nada. Ya no existes. Ella te ha seducido y ahora... ahora estás muerto.

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