Deseos insustanciales


Focos cortaban las calle. Pequeños espejos de rosada luz que emanaban de las intrépidas esquinas de soledad, inundaban las calles de la ciudad extrema. Garabatos con las pupilas extrañadas caminaban deprisa por los tubos que vertebraban cada costado de la City. Personas sin nombre, sin personalidad. Sombras equidistantes que salían a la calle para cumplir su f(x) en la sociedad. Que después volvían a casa para perderse en sueños inexistentes. Monótonas y opacas vidas operativas que funcionaban por un sencillo, pero inigualable sistema de engranajes. Familias enteras que producían más familia, que eran presente para luego ser pasado; y, finalmente, olvido. Personas que no destacaban. En medio de los luceros inhumanos de las calles, letreros gigantes que solo vendían y ofrecían necesidades que vivían bien sin necesidad, individuos que caminaban como ejércitos de hormigas de un lado para otro. En líneas rectas. Siempre ateniéndose a su papel. A su rol. La publicidad daba la luz que esos humanoides no sabían (re)producir. Ni en sí mismos ni en las fábricas en las que trabajaban. 

Máquinas, solo máquinas. Con el corazón latiendo y soltando abigarradas palabras monotemáticas de hierro y de acero oxidado. 

Naves repletas de gente atravesaban lentamente sobre sus ruedas las calzadas de carbón. Agridulces rostros inexpresivos las (sobre)llevaban. Ciudad cuadriculada, no había rotondas ni cruces, aunque parecía un cementerio vivo. No había títulos en las calles, solo números. No importaban los nombres de aquellos que un día fueron, porque ya no importa si eres. El verbo ser ha perdido su significado histórico, solo es ya un verbo más, un resquicio más de un mundo poliédrico, perfecto, deshumanizado. 

Máquinas, solo máquinas. Tempestades de extraños humanos sin voz ni vista. Tormentas de fusiles bañados en frías palabras monitorizadas. 

Reino del futuro, solo el principio de una nueva dimensión. Soldados extravagantes con la misión de trabajar para forjar la supervivencia de sí mismos y de aquellos que componen su vacío familiar. Miradas inexpresivas que cuando observa(ba)n por la ventana no ve(ía)n la pureza del mirar; solo luces cansinas, solo anuncios que dan la vida a los mortuorios nichos de humanidad invisible. Lápidas con nombres y apellidos que se saludan entre sí por conveniencia, por interés, por simple cortesía. Por utilizar la voz entre tanto silencio de gritos de desesperación, de ganas dormidas y escondidas por romper la vida de la muda inmensidad. 

Máquinas, solo máquinas. Solo finas y degradadas líneas de perfecciones (insur)rectas y exactos ángulos vírgenes de ondulaciones muertas.

Cuadrados, rectángulos, triángulos, pentágonos, eneágonos, dodecaedros, figuras rectas, verticales, como los ojos que las miran; figuras inertes, como los corazones que las ignoran. 
Un anuncio, un enorme cartel anunciando una nueva bebida. Fractura. Cartel cónico, en relieve de almas blancas y de ilusiones de colores. Los ejércitos se quedan atónitos. Una figura pública que rompe los esquemas y las reglas de la sociedad. Una botella ondulada, que juega con saetas de colores que surgen de su torre de marfil y bajan felices, llameantes, danzando en la felicidad de la transparencia, de la blancura de la esperanza que, en círculos concéntricos y cilindros de espuma, dibujan esferas y arcos de fuego. Nueva York se (re)ilumina, se incendian los marmóreos ojos de su auditorio. La ciudad despierta y se baña en las infinitas sonrisas que surgen de sus nuevas mariposas. La alegría renace. Los seres que convivían con la publicidad se vuelen personas que sienten, padecen y disfrutan. Regalan al cielo iluminado de focos fosforeros la felicidad de un futuro que llega y de un pasado que no volverá. 

Máquinas no, solo personas. La publicidad ha traído consigo la verdad de las almas y ha anunciado una nueva era. Nuevas formas geométricas bailarán en la realidad de los deseos insustanciales. 

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