Latidos en Nochebuena


Aquella noche de invierno me encontré sola, en el salón de mi casa, quieta, hipnotizada por el paso del tiempo, de las horas, de las historias, de los mismos momentos monótonos que año tras año se repiten sin parar. Me senté en el sofá. Observé la tele, apagada. No la iba a encender. Cuando la enciendes es para sentirte acompañada, para reírte, ver algo que te gusta o simplemente mirar lo que no te interesa, para no verlo y dejarlo pasar. 
Era Nochebuena, una noche magnífica, familiar, alegre. O eso recordaba yo de aquellos años de felicidad inquieta, de brindis, de jaleo infantil al llegar los postres, de champán, de turrones, de pura fiesta, de sonrisas compartidas, enajenadas de los problemas individuales. Hoy no hay nada. En mi casa solo hay oscuridad y un leve lucero a punto de fundirse en la mesita de noche. En mi casa ya no hay nada, solo recuerdos.

Eran las diez de la noche, hora de cenar, supongo. Puse un tenedor, un vaso de agua y un pequeño trozo de pan en la mesa de la cocina; sin mantel. Saqué una lata de boquerones en vinagre, el mejor pescado y el más barato y me lo comí despacio, escuchando el grito sordo del silencio en cada rincón de la casa. No iba a llorar. O eso decía en todas las interminables Nochebuenas cuando me sentaba sola en la cocina a cenar. Una lágrima cayó sin pausa por mi mejilla hasta un boquerón. Mi mente se alegró porque estaban un poco sosos. Pero mi corazón seguía inundado de la fría hiel del olvido, de la impenetrable nostalgia que lograba que solo por ese día odiara profundamente las felices Navidades. 

Acabé todo y lo recogí. Lentamente, arrastrando los pies volví al sofá, abrí el libro que estaba leyendo y comencé un nuevo párrafo. 

Entonces, sonó el timbre. Salté del susto. Pensé que igual era un ladrón que venía a robar. O mejor, a tomar algo. Fui al telefonillo y pregunté. Una voz masculina dijo "soy tu acompañante de Nochebuena". Sonreí como una tonta y lo abrí. Era un buen amigo. 
Cuando entró me dio dos besos y me dijo que habían acabado ya de cenar. Pensó en mí y vino desde la otra punta de la ciudad a mi casa, con una caja roja de bombones para pasar un rato conmigo. De nuevo, como una tonta que soy, se me saltaron las lágrimas. Al menos había alguien en el mundo que se acordaba de mí. A veces, esperaba la llamada de mi madre felicitándome la Navidad desde el cielo, pero nunca llegaba, aunque cuando me acordaba de ella, mi corazón entraba en un reconfortante calor que me consolaba. 

Él hizo como mi madre y me abrazó. Me apoyé en su pecho y, con las ojos llorosos, me perdí, feliz, en la existencia de sus latidos. 

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