Niebla


Niebla, Niebla, a ti te hablo. Tus alas de hiel heladas acarician mi mejilla que, colorada, siente tus arañazos escarlatas. 
Niebla querida, blanca y lúgubre; nocturna y pura en la amarga noche.
A ti te hablo, Niebla, porque nos ayudas a no ver, sabiendo lo que hay delante. A ti me entrego en esta bella y escarchada hora. 
Mis ojos te observan en tu inmensidad de océano grisáceo, mis manos rozan tu cuerpo despacio, disfrutando del roce con tu cintura; mis labios disfrutan de la eternidad de los tuyos. 
Ven a mí pequeña gacela, álzate, atraviesa veloz el mundo. Ya estás aquí y
en tus brazos me pierdo, 
encerrando mi miedo
en tu cálido cuello.
Me veo mejor oculta. Guárdame en tu sombra para que ningún ojo necio pueda encontrarme. Me hablas de la luz cuando rasga tu mirada en la ciénaga del alba. Me hablas tú. Tú, que eres la luz de mi corazón y el fuego de mi alma. Quiero tu luz, no esa luz del astro que quema el cielo abrasándolo y lamiendo sus heridas de sangre. La débil luna que no consigue apenas alcanzarme, que choca contra tus alas y se enreda en tu negro cabello de tétricas estrellas, que ilumina tenue y fría tu mirada, perdida en la mía. Observas ese torbellino de deseos y pensamientos que salen de mis olvidados iris. Sonríes enseñando tus dientes, bañados en un espejo de marfil. Los miro, me observo reflejada en ellos. Detrás de mí, un aciago cielo purpúreo se desliza por mi sombra, tallada en ónice. Mis ojos, violáceos miran tu alma, que se transforma en viento y vuela libre, escarchada por el frío invierno. Tu corazón se compone de millones de estalagmitas puntiagudas, que rompen la noche en millones de estrellas de nieve perdida. Querida Niebla, tu belleza es interminable y mi mirada, opaca, dulce y tímida,  engulle cada pedazo de ella, transparente al entrelazarse con la tuya. 
Mi tiempo se acaba, el tuyo no existe porque tu vida es inerte, de infinito tiempo, invertebrado... 
Tu presencia está en mí y yo vivo en ti, eterna y envuelta en el cristal fúnebre de tus labios. 

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