Griseus


Abril. Una mañana gélida que saluda al día, a la ausencia del sol. Toco la ventana: está fría. No tanto como por fuera, pero sí se refleja la temperatura en su propia transparencia. Observo el paisaje: gris. Solo gris. Los colores se han ido, quizá, hasta la tarde. Los árboles son verdes, verdes grisáceos. Los edificios están tristes y a la vez alegres y cantan y bailan al sol del rítmico caer de la fina cascada. Lluvia, sí, lágrimas de felicidad al viento norte burgalés que tiñen de espejos las figuras de humana construcción y fácil distribución. 

Se van formando pequeños lagos y lagunas a lo largo de las grises aceras. Se ve así cuántas praderas y valles no siempre en perfecto equilibrio cubren la tierra y protegen nuestros vértigos al vacío. Sales a la calle y escuchas el murmullo del aire enlazándose en pequeñas ligaduras covalentes con la lluvia. Amor y naturaleza química. Miras al cielo y te ves reflejado. No como eres ahora, sino como has sido o quieres ser, en una atmósfera sepia, en un recuerdo de ilusiones efímeras. Escuchas las canciones del cielo mezcladas con las melodías populares de tantas aves que sobrevuelan las nubes y envuelven tus ojos de hilos veloces que tiñen tu mirada. 

Griseus, del latín medieval. Lo mismo que ahora, lo mismo que ha sido y será siempre. Una tonalidad perfecta, un símil de inseguridades y esperanzas, una vida, una saeta de conocimiento, un mundo distópico, una utopía malvada, una fantasía literaria, un quehacer cotidiano, una muerte soñada, una vida desolada, un globo que vuela perdido sin su dueño, una letra fuera de su renglón, un margen mal medido, una ventana que da a ninguna parte, un patio escondido, una hoja doblada y una mota de polvo suspendida en el olvido. 

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