Nívea velada


El paisaje era oscuro, como tantos otros, a la luz de la luna, ya extraña para mí. Venían sonidos dispares de risas que ensordecían lejanas mi silencio. El césped estaba mojado, lleno de pequeñas luciérnagas de agua que pulían su rostro y mis manos al tocarlas. Me estremecía al sentir el agua fría mojando mis dedos, cubriendo de soledad mi alma. No tenía frío y sin embargo, mis manos se volvían de un color violáceo por el frío que yo no sentía. Mientras más acariciaba la hierba, menos oía los jolgorios humanos que se escondían tras los arbustos. Pero más escuchaba los latidos de mi corazón, estrechos pulsos de hielo recorriendo mi cuerpo, haciéndome cosquillas con sus hojas níveas de nieve escarchada. 

Mis ojos, luceros oscuros sobre el horizonte de la noche, entregados al rocío que embadurnaba mis manos, contentos de oír algo de mci, perfectos, buscando la vida entras de sí misma, queriendo encontrar –sin éxito– las interminables formas que se esconden en la durmiente oscuridad. 

Entonces sentí algo más, algo cálido sobre mis mejillas. Mis ojos eran fuertes, pero mis lágrimas lo eran más. Querían ver el paisaje, verlo reflejado en sí mismas, verlo translúcido, verlo como si nada lo impidiese, como si una fuerte luz precipitase sobre el mundo, desde la mirada que yo proyectaba, inundando la vida. Querían verlo a través del velo de la de nívea velada. 

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