El castillo de cera


El cielo siempre estaba despejado. La luna formaba parte del día y de la noche, del sol y de las estrellas. Las nubes solían ser de colores claros y grandes. Muy grandes y esponjosas. De hecho, parecía que se las podía coger con la mano y aplastarlas. Acompañaban en el techo colorido a unas rayas sin rumbo, sin comienzo ni fin que se paseaban desdibujadas por todo su territorio. Eran de cualquier color vivo y cálido. Acompañaban en su ir y venir a los pájaros: seres extraños, distintos a los que conocemos. Algunos hablan y otros solo vuelan con un ala o con la cola o solo levitan en concentración absoluta dentro de una nube. 

Bajo este contorno mágico hay un mundo. Un mundo a veces distante, otras veces ajeno al cielo que lo cubre. Sus seres miran hacia arriba y el arriba, hacia abajo. Se miran, se observan, se escrutan y vuelve cada uno a lo suyo, como si no estuvieran destinados a comunicarse. 
En esta zona baja del mundo viven criaturas y criaturas, de todos los colores y formas. Nadie sabe si forman parte de especies distintas con nombres distintos. Simplemente cada uno nace de un individuo diferente y es de una u otra manera. 

El mundo vive en paz. Es próspero y no hay guerras. No es necesario. No es convincente ni una buena excusa para hacer algo nuevo. En medio de este mundo hay un castillo. Grande y colorido. Todos piensan que es un reflejo del cielo. Que surgió en medio del mundo cuando el paisaje que refleja se creó. Hay leyendas de todo tipo. También se cree que solo cuando el cielo desaparezca, el castillo se destruirá. 

Dentro del castillo viven otras criaturas distintas a las de fuera. Nunca salen ni nada entra. Se piensa que es un conducto a un universo paralelo. Es un lugar en el que nunca pasa nada. No hay guardias vigilando, ni llega nadie a él ni nadie se va. Piensan los habitantes del mundo que allí no vive nadie, que es el corazón del cielo, el que palpita con él y el que gobierna el mundo. Pero sí vive alguien allí. Vive toda una corte. Una regia corte. Tienen un rey y una reina. Y un príncipe. Un príncipe que solo conoce el cielo y el cielo solo lo conoce a él. Es un rey de óleo pintado en ocre que refleja, en plata, lo que ve. Dicen que es un don, pero él no lo ve tan claro. Si fuera realmente bueno, podría salir del castillo. Aunque nadie sale. Ni entra. Nadie ve el mundo como los demás habitantes. Dentro de ese castillo todos forman parte de la pintura. Son colores, pinceles, paletas, retratos ya hechos, ancianos cuadros, marcos, tinteros, etc. Los jóvenes solo son la sustitución de los mayores, en algún momento del futuro. Son seres que viven en la eterna espera de ocupar su espacio en el mundo, en su mundo.

El príncipe de óleo ve todo su mundo reflejado en el castillo. También ve el mundo exterior reflejado en el cielo. Pero los demás seres son muy raros, muy distintos a ellos. Quizá por eso ninguno de ellos sale. ¿Qué podrían hacer? La reina se lo dijo un día: «Hijo, cuando quieras salir, sal. Pinta lo que veas, refléjalo en tu memoria y vuelve, siempre vuelve a tu mundo, al castillo de cera». 

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