El tinto...


El espejo estaba aún transparente, reflejando la luz del sol, a los viandantes que paseaban sin rumbo fijo, mi mirada concentrada, el tiempo, el espacio, etc. Miré hacia delante y vi la fuente, a cuyo interior iba a ser sometido el espejo. Solo unos segundos, tiempo infinito que el corazón debe saber esperar –aunque nunca llega a acostumbrarse– como pretexto del rojo examen de conciencia. Al principio era una caída efímera, igual que al final. Poco a poco, la cascada se fue diluyendo rodeando una imaginaria esfera dibujada. Sus límites curvilíneos delineaban el aire y lo hacían visible. El líquido, elixir de terciopelo, rozaba suavemente el interior de la copa, vertical en los contornos del cristal. 

Llegó a la cantidad prometida. Ni una gota más. Era la definición de un momento de gloria, de una luz rubí, cuyos movimientos externos pintaban suaves caricias en el círculo líquido. El tiempo se detiene en el momento de tomarlo. El vino espera paciente, sabiéndose rey del deseo. Los labios se secan para dejar pasar al placer de mojarlos con esa savia granate que no atiende a la razón, pero sí al ansia de la mente y a la pasión del alma. 

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