Morir por una foto

Un título casi literal, más que nada porque ha habido casos. Este artículo va a tener más pinta de crónica que de artículo  y mucho más que de texto literario propiamente dicho. Por una segunda vez, nos vamos a poner objetivos y críticos.

¿Os acordáis –o sabéis– de esos tiempos en los que una familia normal tenía alrededor de 25 fotos de toda su vida? Sí, de toda su vida desde la consecución de la familia. Ahora es fácil que cualquier persona tenga unas 100 fotos en dos minutos de su cara. Y encima estará poco conforme. Claro que ahora están los nuevos utensilios tecnológicos que uno puede llevarse a cualquier sitio. No era antes tan fácil ni barato revelar las fotos para ver el resultado. Nada de verla en el momento, eso es muy actual. Pues eso era un recuerdo para siempre, una alegría cada vez que volvían a ver. Se valoraba. La fotografía era un bien preciado, un arte, una necesidad de disponer físicamente de lo que ya se sabía, para verlo de vez en cuando, admirarlo y sentirse orgulloso. Era un tesoro.
Ahora ya no, claro. La fotografía en los tiempos del selfi ha desvalorizado ese arte y muchos otros –salvo para unos pocos que, bien lo admiramos, bien lo seguimos llevando a cabo–. También ha rebajado considerablemente el disfrute de un viaje, de una compañía, de un monumento. Ya no se valoran los sitios ni las cosas cuando uno las cuenta, describe o recuerda. Ya no interesan los resúmenes, descripciones ni argumentaciones orales; solo el contenido visual de una foto. «¡No me lo cuentes, enséñamelo!», le escuchaba decir el otro día a un joven por la calle. A las personas más jóvenes (no a todas, como siempre) les parece normal esta nueva forma de ver el mundo, nunca mejor dicho. Gracias a las imágenes –y no tanto por lo que podamos imaginarnos como consecuencia de los relatos propios y ajenos–, se pierde la intensidad del "cómo será", del "qué bonito", del "ojalá verlo con mis propios ojos", esas sensaciones insuperables como resultado de escuchar atentamente la historia de un viaje.


Pero no solo tenemos este problema encima. La cultura del selfi no solo nos mueve a hacer fotos, sino a hacer las mejores fotos posibles. Aquellas que incluso sean imposibles de sacar y, por tanto, que puedan conllevar un peligro. Cómo vamos a hacer una foto de la familia en las Cataratas del Niágara si no es la mejor foto. Porque claro, ya no solo es la instantánea, sino que sea tan buena que tenga muchos likes en Instagram, Facebook o Twitter. Cuanto más peligroso y más cerca esté el peligro, mejor para la foto y más likes. Lo que la gente no entiende es que el like está bien, pero si te has caído por la cascada ya no está tan bien porque tu ego no ve lo bonita que ha quedado tu última foto ni todos los likes que ha tenido. Y sin embargo, aunque parezca increíble, esto es actualidad.

Ya no disfrutamos de los momentos, de las personas, de los paisajes. Los miramos desde la pantalla del móvil para ver cómo queda mejor. Y además, toda realidad puede mejorarse con numerosos filtros. Es decir, nada de lo que hay es suficientemente bueno ni nos lo parece porque todo es mejorable, todo puede ser más bonito. La verdad no vale nada. Ya no podemos decir que la cámara revela lo que ve, porque hay numerosas capas falsas pintadas por encima proyectando una irrealidad.
Luego sucede eso de que no nos acordamos de dónde hemos estado porque no le hemos prestado atención. Así que estamos al nivel de cualquier persona que no haya ido con nosotros. O vemos las fotos o no podemos recordar porque carecemos del recuerdo.

En resumen, si vas de viaje, déjate el móvil en el hotel o apágalo y disfruta del momento, del lugar y de la compañía. Siempre con cuidado, que la vida es un flashback y con tu propio like, sobra. 

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