Phantom of the Ópera

En la oscuridad, un terrible presagio. La luz se diluye en su propia sombra. El telón cae en el desorbitado abismo hacia el infinito. Calla. La tierra tiembla ante su presencia temiendo su mirada. Los entorpecidos iris giran rebeldes sobre la esfera que los envuelve. La locura se vuelve inmune hasta caer de rodillas ante el terror. El miedo se vuelve transparente con la voz. 

El escenario queda en el agujero de las tinieblas. Una ausencia se ve entre las aristas aterciopeladas de su capa, junto con el cetro de poder, ante el trueno ensordecedor de la protagonista de la obra. Ni un grito podría romper el silencio que a gritos estalla ante el auditorio. 
Es él. Ha vuelto. Un golpe seco en el suelo con el pilar de lo inhumano. 
Es él. Está ahí. Otro golpe en el suelo que premoniza lo inevitable.
Es él. Siempre estará. Un movimiento leve, pero ágil lo coloca en el centro de la tarima. El silencio se vuelve áspero y penetrante. La tensión revela los hilos de la niebla. La vida es un ser lúgubre de espanto. 
Es él. Es el pentagrama de la muerte. Un tercer y último golpe en el suelo. Las luces, etéreas, inundan el océano de lobreguez. La luz se pierde en los corazones calándolos de nuevo con el oxígeno de la sangre que, con su ausencia los mantenía petrificados. 

Es él. Ha vuelto a la obra. El final se acerca. Las saetas del sonido de las candentes gargantas llegan al final de la escena. La magia de la ópera se cierne sobre la senda de alucinógenos invertidos hasta que todo se acaba. Las luces se disparan hasta extinguirse. Solo queda su rostro, su mirada neutra y su sonrisa líquida de rubí cristalizado. 

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