Elementos


Todas las noches se oye un golpecito. El suelo vibra. Mi mente se revuelve en sí misma. Piensa la causa, pero sabe que cualquier respuesta racional es causa y efecto de un suceso extraño. De una razón para no dormir. 
Siempre hace sueño. Está vacía la espesura del pensamiento. Está triste y sola la niña que duerme en su interior. Que vive dormida en la sonoridad apabullante de la noche. 
La casa está en un punto de la tierra, baúl de cadáveres envueltos de esperanzas. Tierra de miradas que ven por primera vez. Tierra de corazones que como luceros iluminan el mundo y que se apagan con él. 
Aguas estancadas en desolaciones, en momentos pasados que duraron mucho, más de lo que quiso el tiempo. Aguas rotas y derramadas por los valles de carne que surgen de las cuencas de colores y que caen hacia un  vacío existencial, hacia el absurdo espacio y rebotan en el suelo, en la tierra. 
Tierra de agua. Agua terrenal en la salvación divina. 
Frío solar, que envuelve y hiela los mares carnales. Escarcha que se cierne bajo la protección del tiempo sobre las cabezas quebradas de aguas podridas, que se dejan llevar y perder por los vientos de ideas, de maldad y honestidad sin remedio, sin necesidad, sin sentido. 

El suelo en mi casa vibra, como todas las noches, como tantas veces, como siempre. Mi mente piensa y se retuerce en su propia preocupación. La luna está escondida detrás del espacio. Mi mente no puede verla. No duermo. No duermes. Yo por oírte y tú por crear ese sonido tan armónico, pero que me vuelve loco. Un día no lo aguantaré y las aguas caerán inciertas de mí, se escarcharán con el frío, volarán entre las ramas del viento y dormirán por fin en silencio en la tierra que nos salva del acantilado vital, cama de felicidades y tumba de insomnios. 

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