Tardes de invierno


Me gustan las tardes de invierno. Esas en las que dejas que el tiempo moje la tarde, mientras la oscuridad cae firme y suave sobre la luz del atardecer. Me gustan estas tardes porque el mundo se mueve, el cielo baila y corre sobre la infinidad de sí mismo mientras yo observo, imagino y pienso tantas cosas, puras, vivas y espumosas como las crisálidas blanquecinas al tiempo que el vapor de agua inunda su océano lejano. 

Me gustan las tardes de invierno. Sobre todo cuando llueve. Son colores fríos, azulados, con tonos amoratados en el fin de los tiempos. La luz se va del paisaje, del eterno mirar. Si te paras en silencio, se oye una delicada cortina de lágrimas de la luz que antaño vivía. Acarician la ciudad, los jardines y el mar. Viven empapando la existencia. Aunque traen la oscuridad mucho más rápido. También el olor que sientes en tus pulmones limpios cuando sales de la burbuja y te enfrentas al frío, a la noche y al peligro. 

Me gustan las tardes de invierno cuando nieva. Cuando se tiñe de vieja la inmunidad de enfrente. Me gusta mucho también. Es bonito ver una capa de cristal oculto, de peluche, de dura tierra blanca y de varios grises calmando al frio. 

Pero las que más me gustan son las tardes de invierno cubiertas, con el cielo pintado con tinta gris oscuro. Antes llega la noche y antes se va la luz, pero esos instantes que dura el proceso de cambio, son mágicos, infinitos, pura emoción en el principio de la noche, que llega antes, que aún no es noche, que debería ser tarde, pero que tampoco lo es. Un espacio atemporal, ajeno a sí mismo, de tiempo esparcido desaparecido de la consciencia. 

Me gustan las tardes de invierno en las que la niebla cubre la existencia, la vida, el sol y la timidez. Me gustan porque la tierra es un biombo de tela translúcido que te deja intimidad y con las luces apagadas, deja caer el agua en pequeñas gotas hasta que todo está en un penetrante, nocturno y profundo silencio. 

Me gustan las tardes de invierno. Y me gustan mucho. Por el tiempo que al final paso dándome cuenta y reflexionando sobre la luz, sobre la fría y cristalina luz que, como hielo luminoso salido de las entrañas del espacio, cae. Se precipita sobre nuestros ojos, sobre lo que vemos y sobre aquello que pensamos. Pero sobre todo, porque son tardes perfectas para recordar los olvidos y olvidar los recuerdos. 

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