Llueve en los confines

El cielo siempre está nublado. No importa si se abre paso el sol por algún resquicio del muro esponjoso, entre blanquecino y gris oscuro, que cubre el mundo. Casi siempre brilla por su ausencia el azul que tiñe el mar cuando miramos al despejado y luminoso techo. Poco dura ese sol que tímidamente colorea e ilumina las calles aún desiertas. Algún niño alguna vez calienta el horizonte con alguna risa, pero casi siempre es lúgubre el silencio de las calles, de las ciudades, de los océanos de construcciones que pueblan nuestra vista. 

Por la mañana sale el sol, con suerte, pero por la tarde siempre llueve. Siempre se tiñe todo de un gris oscuro casi negro. Siempre el sol se va a dormir antes de tiempo, sobre la hora inglesa del té. Siempre aparece la orquesta celestial alrededor de las seis y media o siete de la tarde. Y para la hora de los aplausos ya está lloviendo. A veces, incluso, comienza a las ocho en punto, como si no quisiera que nos reuniéramos con nuestra ciudad en la mirada a los balcones; y de oírnos. El cielo ensordece las tibias manos que se chocan. El cielo llora las vidas que se van hacia él y se hace eco de las corrientes saladas que desde los ojos de los familiares caen hacia el abismo de la tierra. El cielo enmudece al mundo cuando este, frustrado, mira sin ver, impotente, la lluvia. 

El cielo siempre está nublado, pero ahora también nuestros corazones y nuestras esperanzas. La ilusión se deja caer, empapada, hacia el asfalto. Cae lentamente, pero no tenemos fuerza para recogerla al vuelo. En el fondo deseamos escuchar cómo roza el suelo y saber que esta tristeza tiene un final, que acabará cediendo para encontrar de nuevo la felicidad.
El cielo está nublado, pero pronto, muy pronto, saldrá de nuevo el sol que brillará en su inmensidad en el cielo de terciopelo, en soledad, calentando las almas y dejando fluir las sonrisas.


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