Contemplación

Exquisitas las vistas que tiene uno ante sí y por sí mismo. Asomarse en su interior al vacío, ver y no ver lo que hay y lo que no hay porque existe solo en sí y a la vez no existe. Los cubículos en los que uno vive son solo pasajeros. Cambian con el tiempo y aprisionan solo en algunos casos, cuando se convierten en las únicas dunas que los iris, como estrellas de calor celestiales, visualizan durante un tiempo, eterno para el ser, escaso ante la verdad temporal. Días y noches imaginarios que se vuelven contra él, que se revuelven en sus pensamientos como cárcel obligada cuando uno solo es lo que era, nada nuevo y sin embargo ya es malo para la libertad. 

Afortunadamente tiene una escapatoria, la vista hacia el cielo que atraviesa el único ventanuco de su celda. El mundo sigue, los pájaros aún cantan y vuelan entre el paseo del sueño del cielo, con las corrientes de aire y el fluir sano, libre y natural del tiempo. Uno puede salir a la terraza si la tiene: vislumbrar en lo que antes era habitual y carente de importancia, un nuevo mundo, un lugar al que ya no puede acceder. Lo ve, lo mira, lo observa en silencio, reconoce sus colores, sus esquinas, sus eternas curvaturas y los garabatos que por él se mueven: etéreos, irreconocibles, extraños, ajenos, desconocidos. Se mueven de manera estúpida. Tienen prisa por llegar a algún sitio en el que quizá ya no los esperen, se mueven porque sí, van con más gente, pasean animales, van y vienen, en definitiva, sin importarles nada, sin darse cuenta de lo magnífico que es andar, pasear, ser y ser con todos en un espacio cálido, sugerente e indefinido. 

El parecer del individuo que observa desde su ventana o desde su terraza es pétreo. No le importa quién haya ni qué haga, no es de su incumbencia ni merece esfuerzo pensar en ello, quizá. Sin embargo, sigue siendo más interesante contemplar la realidad de la naturaleza, de lo que consideramos habitual en nuestra vida y que quizá no lo sea tanto porque algún día deje de ser. Y entonces nosotros también dejaremos de ser. Nos creemos únicos, de gran poder y solo somos una mota de polvo en el devenir de la historia, o de lo que nosotros hemos osado llamar historia, que probablemente no lo sea, pero pecamos de nombrar lo que vemos y de que esos nombres sean los que realmente nombran a esas cosas que nos parece ver y que quizá no veamos o quizá no existan. 

Pasea el individuo por la vasta terraza de la que disfruta. Vasta e interminable para él, que ya nada más existe salvo las cuatro paredes de su celda y ese terreno adyacente. Antes, pocos metros; ahora, toda una tierra, todo un país, todo un desierto a su disposición. Le dan ganas de crear, de plantar allí nuevas vidas que disfruten de otras, que puedan observar el tiempo como él lo hace, que miren desde su tierra –vasto terreno también para ellas– hacia el universo que verticalmente crece sobre ellas y se cierne por debajo de la galaxia que no vemos, pero que creemos que está, que imágenes fantásticas nos muestran, que personas irreales nos dicen haber disfrutado. Cuántas veces creemos conocer, ver y tener en nuestro poder aquello que decimos que existe, que aseguramos como verdad y que quizá solo juega con nosotros. Creemos jugar nosotros con el mundo porque ello es nuestro, sin saber que quizá sea él quien nos controla a nosotros y nos hace ver la verdad que creemos tener entre manos. Nuestras vidas son cortas, son destellos de felicidad equivocada, de creencias inconexas en nuestra idiotez humana. Quién diría que somos lo que somos. Solo nosotros creemos serlo porque nadie más que nosotros nos dice que somos lo que somos. Porque creemos que nada de lo que está en nuestro supuesto poder nos puede decir. Pensamos que solo se dicen las cosas como nosotros las decimos, sin creer nunca que es más humano y natural el lenguaje del arcoíris que el individuo ve desde el ventanuco de su celda. Esa celda que vemos y creemos como inhumana y estúpida, que pensamos que no dice porque no entendemos su lenguaje y que sin embargo, quizá, diga más que nosotros al mundo. Las palabras son necesarias en la vida de una sola especie de la creación. Ningún otro ser que contempla el sol, como casi todos los demás, se comunica con palabras –o eso creemos en nuestra irreverente creencia de lo que es la verdad según nuestro pensamiento–. Quizá los lenguajes ajenos a nosotros sean más reales, más veraces y mejores que el nuestro. Quizá solo los suyos puedan ofrecer la verdad al mundo, quizá solo ellos (o sea todos los demás) sean los verdaderos creados para este mundo y el nuestro sea irreal, inventado. Quizá el nuestro solo sea un no lenguaje y los otros sean afirmativos. 

El individuo, que sentado en el suelo de aquella terraza que ahora se ha convertido en el mundo único y último que lo rodea, siente frío. El frío de la noche que trae estrellas que vemos o no, pero que sabemos o creemos saber que están. Le trae el frescor de las horas a él y al mundo que le rodea, pero que él solo contempla desde la nueva burbuja en la que vive, aquella que solo es para él y los suyos y no es para nadie más. Una pared invisible que existe, pero no existe; que es, pero no es. Si eso le pasa a él con su vida, con su realidad insulsa y a la vez sin importancia, por qué lo que ven unos es real y no lo es para los demás o para los que no lo ven. Incluso, por qué algo que ven todos es real. Todas las ovejas vieron una vez al lobo como pastor y al pastor como cuidador y eterno amigo. Estaban todas de acuerdo, pero él, su mundo, sabía que no era así. Finalmente, el amigo no lo fue tanto y las mató una a una mientras las que conocían la verdad seguían creyendo su mentira. Quién nos dice que a nosotros como humanos no nos sucede lo mismo. Somos muchos y todos creemos en unas bases concretas, iguales, permanentes en el tiempo que quizá no lo sean, que quizá no existan, que quizá solo sean por un tiempo indeterminado, que algún día se determinará y mientras desaparece, nosotros seguiremos creyendo que no, aunque veamos que sí, porque lo que no vemos no lo creemos, pero muchas cosas que vemos las negamos con tal de seguir creyendo lo que no es para seguir felices en nuestro propio mundo. 

La noche se cierne y el frío trae un vendaval de verdades inconclusas, de chismes inmundos y de hojas de papel que vuelan sin alas, aunque a nosotros nos parezca normal. 

El individuo se encoge de hombros, deja de contemplar el horizonte ya oscuro y se mete en su cubículo, en su nueva celda de rezos y pensamientos mientras las flores siguen creciendo en muchos lugares del mundo. Cierra la puerta, apaga la luz y el resplandor de la luna que ve y cree ver lo ilumina. Quizá no exista, pero parece que sí el calor de las sábanas del claustro de su nueva soledad. Quizá no sea soledad y a la vez sí o ninguna o las dos a la vez, pero solo es lo que siente, ve y oye porque lo demás es irreal e increíble, aunque sea lo que de verdad es. 



Comentarios

  1. Un gran texto que incita a la reflexión e invita al lector a parar y pensar en el autoconocimiento, en la verdad de la soledad y en los influjos de la vida.
    Un gran monólogo interior, en el que nos has demostrado que tu valor artístico sigue intacto.
    Enhorabuena y gracias.

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