La pereza como ius consuetudinario

  Antes solíamos hacer. Y hacer mucho. Y siempre. Y muchas veces. Y para todo. Y todo el rato. Por placer y por obligación. Porque era necesario y porque no, pero sí por si acaso y por ayudar y para uno mismo y para sorprender y para conseguir un halago o una galleta o cualquier cosa buena. O mala. Pero hacíamos. Ahora ya no tanto o no si no hace falta, o no si no es imprescindible o si no nos lo piden o si "pa'qué". La pereza antes apenas existía porque trabajar era el delirio del ser mejor para uno mismo. Hacer cosas (en cualquier ámbito) suponía estar ocupado y sentirse bien uno consigo mismo y con los demás: era una sociedad trabajadora. Tradición que se truncó no mucho más tarde: cuando surgieron las nuevas generaciones del estar tumbado en la cama con los ojos fijos en una pantalla que se mueve. Somos todo, somos los mejores y somos capaces del mover el mundo sin salir de nuestro ordenador, aquel sobre el que tenemos poder –pensamos–, pero que, en realidad, nos controla. Sabe lo que buscamos porque es nuestra iniciativa la que lo orienta en la siguiente búsqueda. Queremos buscar un par de cosas. "Nada, cinco minutos", pensamos. Pero dos horas y media después estamos ahí, encontrando cosas que no buscábamos, sin intención de movernos ni de hacer nada que no sea dejarnos llevar por el barco que nos dirige en nuestra tabla de surf por internet. 

  Y mientras invertimos –desperdiciamos– nuestro tiempo en internet, dejamos de hacer cosas. La casa se abandona por su dueño y por sí misma; el trabajo se adormece entre la espera y el paso del tiempo; la vida pasa y el algoritmo que se nos ha dado: evoluciona. Solo notamos que ha pasado mucho tiempo –a saber cuánto y por qué– cuando la batería del ordenador pasa del 100 al 0. Entonces algo hay que hacer mientras se carga, mientras la pereza nos impide volver a nuestro ser, al de nuestros antepasados y al de aquellos que huyen del las nuevas tecnologías por temor a sus peligros, por miedo a no saber controlarlas. Esas personas hicieron, hacen y harán. Sabrán huir de la pereza porque ellas serán las dueñas de su mundo, el timón de su barco. Ellas sabrán lo que tienen que hacer y lo harán porque solo ese hacer es el que dirige el tiempo en el mundo real. Internet y sus juegos no nos hace mejores ni más capaces en la realidad: solo en la suya, en la que es y no es, pero sobre todo en la que no es. 

Fuente: Pinterest

  Hacer. Hacer cosas. Muchas y muy variadas. Porque queremos y porque no. Porque lo disfrutamos y porque no. Pero hacer. Siempre hacer. Y seguir haciendo. Siempre hacer, de forma sucesiva y de forma manual para sentirnos personas. La pereza es una cosa, pero la pereza que nos ofrece un ordenador es increíblemente peor: es la pereza de no hacer porque estoy haciendo otras cosas que no tengo ni debo hacer, que no son parte de mí, pero que ahora sí lo son, aunque a mí ni me ayuden ni me sirvan. Porque cuando acabo de hacer esas cosas, vuelvo a mi mundo. Y en ese mundo real ya ha pasado el tiempo. Y de todas las cosas que he hecho en el otro, no sirve ninguna para este. Todo el día perdido sin hacer nada. 

  Pero, cuando uno se da cuenta de ello y de tantas otras cosas que hacemos y no valen realmente como hechos en nuestra vida, dejamos de hacer porque sentimos que lo que hacemos no vale. Y cuando dejamos de hacer lo que hacíamos y lo poco que después pasamos a hacer, finalmente dejamos de hacer todo. Nos convertimos en una manta nueva en la cama que solo abre y cierra los ojos. Una manta que sabe que tiene que hacer cosas, pero que finalmente no hace por pereza. Y cuando quiere hacerlas... no las hace tampoco porque no le apetece realizarlas, gracias a ese ius consuetudinario que es la costumbre y la tradición del tiempo de las cosas. Y es entonces cuando responde positivamente al capricho de lo que se ha convertido: un ser perezoso. 

Comentarios

Entradas destacadas

Violet

La librería, un lugar de ensueño

Reflexiones: verdad e intraverdad

Mientras sigue lloviendo

Paseando por el viento...