Entre neutro y sepia

    En la fotografía salían los cuerpos difuminados, alargados hasta el infinito, pequeños, de doble filo, sin espacios; sencillas motas de polvo incendiado en la nada, en un lugar de la habitación. Las ventanas, sin color, reflejaban sus tristes ojos, ajenos a nuestras almas, hinchados, pero hermosamente grisáceos. Era una imagen de alta calidad, hasta tal punto que se perfilaban, al fondo, en la pared última del recuerdo en papel, unas tímidas separaciones rectas, mullidas y espinosas: hilos de morfina, de esperanzas truncadas, de ilusiones mohínas. Finas arañas los tejían y aislaban de la cruda realidad del género neutro. 

    El sol, esfera eclipsada, clara y a veces oscura sobre la sombra de los epitafios dormidos que desdibuja las líneas rojas que dibujan tu cuerpo. Esfera enmarcada por un río blanco surtido de colores pálidos que todo lo abarca, que todo lo absorbe. 

    Níveos objetos bañados en ocre, extinguidas entes que decoloran el tiempo y lo inundan de alargadas sombras aterciopeladas entre mares rubíes de zafiros ardientes. 

    La profundidad del espejo define el color, a veces neutro, a veces sepia por el paso de las vidas descoloridas. 

    Tapices planos de convexa armonía –inútiles– en las miradas de aquellos que, inertes, observas en el cuadro de tu habitación solitaria, recuerdos de algo vivido en un extracto anhelado y disecado en el cloro de la nostalgia.



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