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Mostrando entradas de agosto, 2018

Cuando uno lee... siente, ve y teme

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A veces solo se ven renglones rectos, cuadriculados, perpendiculares a los vectores unidireccionales, que mucho antes convirtieron cada página en un retrato en blanco, dispuesto para ser dibujado. Hoy ya no veo eso. Lo miro, sí; pero mientras leo y leo, solo veo figuras acrósticas entre los puntos y trazos entrelazados de música, hilados por el ritmo de la canción, del discurso, de la narración. Esos momentos... unidos... en los que el tiempo pasa, se desplaza y acaba por desdibujarse en el reloj de pared, de pulsera o de las campanas que a lo lejos se oyen. Tic-tac, oyes. Segundos que se vuelven inmensos ante tu despreocupación. Solo importa leer. Nada es tan importante. Ni siquiera la vida. Ni siquiera la vida habitual es una gran experiencia, pudiendo vivir la evasión propia del arte. Ni la familia ni los amigos influyen en tu mente. Leer y solo leer. Leer y sentir cierta sensación de embriaguez que te nutre, que te permite vislumbrar hasta una gota de coñac en el tintero del escri

La rutina

A veces nos despertamos en medio de un remolino. Solo dura un segundo. Son días contados. Días a los que la rutina ignora por momentos de despecho y disparidad moral. La rutina también es a veces despistada o simplemente quiere serlo, permitiendo una tregua al indemne paso semejante del tiempo. Bastante que todos los días son iguales. O fríos o calientes, o azules o espectreados en una variada capa de grises mate. Ya sea el sol o las nubes, o las nubes y el sol, que te miran impenetrable mientras te vas a la ducha allá por las ocho de la mañana. Tú vas grogui atontado, medio dormido. Con tu pijama carcomido por la idea de que no está mal para dormir, aunque en el fondo deseas comprarte uno nuevo. El cielo se ríe de ti cada vez que te ve de esa guisa tan poco atractiva. Te duchas. Te aseas. Crees estar más guapo y más elegante con una ropa de casa; o de salir. Igual da. Si la rutina te deja en paz, ponte la ropa de casa que luego ese truño de mermelada ya sabes dónde cae. Si te pones l

Violet

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Violet era de menta. Una flor entre otras de otro tamaño y de variado color. Era una joven inexacta, de tez dorada por el sol y claro zafiro por la luna. Las estrellas la denominaron "Menta", ya que cuando la reflejó una planta, la convirtió en una niña de esmeraldas ilusiones. Su madre, Malva, tierna, pero solitaria mujer. Le había dejado a su hija sus ojos, violáceos, oscuros con el día; claros y místicos por la noche. También le donó la fuerza de su pelo, más resistente incluso que las telas de araña; hasta tal punto, que cuando uno de ellos se caía o sin querer se lo arrancaba, Violet se lo prestaba a sus amigas arácnidas para fortalecer sus viviendas.  Sus cabellos eran anaranjados con ramificaciones rubias que los clareaban y con ramajes rojos que acababan prendiendo su sombra. Llevaba casi siempre una diadema de flores azules y blancas orquídeas que trazaban numerosas y salvajes sombras indomables en cada uno de los pasajes del cielo.  Le gustaba mirarse. Mira