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Mostrando entradas de julio, 2018

Ira lucem, mors fugit

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Descansas. Duermes en tu rico plumaje. La sombra cubre tu inerte cuerpo. Tus sueños momifican el ansia de no volver a verse. Tu vida se esfuma como si nada... como si nada hubiese existido, como si nada vivido fuese un frágil recuerdo.  El sol comienza a salir por la infinitud del horizonte. Su luz rasga el decrépito y vasto mar de Nada. Las sombras gritan ante la ira del sol, luchan desesperadas por taparlo, por cubrir el ciego paso de la muerte a la vida. Entonces, despacio, pausado, surge, entre la tímida, pero imponente neblina, una luz, una estrella, el lucero de la Naturaleza, el foco que en un escenario hace vibrar la música y a quienes lo observan, el faro que ilumina y guía a quienes lo adoran y hacen de él pura poesía.  Quiebra la noche, la transforma en arte, la convierte en día, en otro día de espectros pasados, en la luz. Y la luz ilumina la vida. Y los rayos celestes de ilusión y alegría turban tu sueño, te hacen dudar. Tus ojos no saben si deben mirar, si con ell

Tetricada IV

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El tiempo no dice nada, me dije en ese momento. En el preciso momento en que lloraba por primera vez. Una lágrima roja y brillante coloreó mi rostro. Mi tez blanca dejó de formar parte de un cuadro, de una dicotomía básica. Ya ni el blanco ni el negro llamaban la atención del colibrí que canturreaba triste en el ventanuco de mi humilde morada. Lloraba sangre. Cada vez que eso sucedía era porque realmente estaba feliz. Y eso me dolía. Y mi mente, cansada de ser feliz se desmoronaba en una trágica fiesta dentro de sí. Y me lo demostraba. Yo nunca lloraba. Por eso no sabía llorar. Y cuando lo hacía, solo la sangre acudía a la llamada de mis glándulas lacrimógenas. Y siempre sucedía lo mismo. Se indignaban ante la falta de responsabilidad de las lágrimas que reían al viento y al sol mientras la sangre, arrastrándose cual serpiente de oro policromado se deslizaba suave y sensualmente por mis pálidas mejillas dibujadas a lápiz 2HB.  Mi madre solía decirme que debía estudiar, que debía

Tetricada III

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No había nada. No había nadie. La tormenta había cesado. De las entrañas de la tierra emergían gases tóxicos que me hacían alucinar. Veía sombras que se acercaban y se alejaban de mí. Vi cómo una sombra se tragaba a otra. Y de ella, emanaba un rico hedor a muerta putrefacción y un hilo color cobre de sangre que me perseguía. Yo corría intentando que no me rozase, pero cuanto más pensaba que avanzaba, menos espacio recorría. Espacio muerto. Espacio helado. Espacio vacío, negro agujero. Todo era del mismo color. Negro. Todo era igual. Corría por un suelo marmóreo, por una tumba sin principio y sin final. El cielo era una tumba más, como todo lo demás. No había nada más que unas nubes de humo.  Seguía corriendo incansablemente por el valle de la perdición, de mi perdición, de un futuro que no iba a vivir. Estaba atrapada en una dimensión paralela, es la absoluta soledad de la desesperanza. La sangre ya no me perseguía, aunque yo corría sin rumbo en círculos concéntricos en mi propia