Tetricada IV

El tiempo no dice nada, me dije en ese momento. En el preciso momento en que lloraba por primera vez. Una lágrima roja y brillante coloreó mi rostro. Mi tez blanca dejó de formar parte de un cuadro, de una dicotomía básica. Ya ni el blanco ni el negro llamaban la atención del colibrí que canturreaba triste en el ventanuco de mi humilde morada. Lloraba sangre. Cada vez que eso sucedía era porque realmente estaba feliz. Y eso me dolía. Y mi mente, cansada de ser feliz se desmoronaba en una trágica fiesta dentro de sí. Y me lo demostraba. Yo nunca lloraba. Por eso no sabía llorar. Y cuando lo hacía, solo la sangre acudía a la llamada de mis glándulas lacrimógenas. Y siempre sucedía lo mismo. Se indignaban ante la falta de responsabilidad de las lágrimas que reían al viento y al sol mientras la sangre, arrastrándose cual serpiente de oro policromado se deslizaba suave y sensualmente por mis pálidas mejillas dibujadas a lápiz 2HB. 

Mi madre solía decirme que debía estudiar, que debía partir de mi subconsciente hacia la real realidad de la que intentaba escapar. Pobre diabla. Hablaba sola entre su propia compañía. Yo hacía tiempo, años, siglos o quizá solo unas pocas horas que ya no la escuchaba. El tiempo me dice lo que debo hacer, no sus palabras. Su tiempo es diferente al mío. No lo compartimos. A ella le queda poco, menos que a mí. A mí me queda la eternidad, la infinitud de mis ojos, la hermosa explanada eterna que desee descubrir... como la sangre, que con su lenta caída en cascada va pintando su camino, camino que no tiene potestad de elegir porque la gravedad ya lo ha escrito por ella. Pero ella lo vive, ella, en unos segundos lo puede todo. No es nadie y sin embargo, en ese preciso instante de alegría frustrante, para mí lo es todo. Mi lengua entonces decide tocar esa sangre y pintar con ella mis labios que se convierten en lívidos rubíes. Mis ojos buscan el afilado espejo para verme. Por primera vez, ven algo, algo que no es una mancha de leche casi transparente. El colibrí se sorprende tanto como yo al ver a una bella diablesa con poderosos y granates soldaditos desdibujando el paisaje. Mi boca era grandiosa en ese momento. Me encantó. Me encanté. Me sentí poderosa dentro de mí, por mí y ante mí. Estaba preparada para enfrentarme a mi yo en el espejo. La sonreí. Siguió mirándome, seria, inescrutable, con la mirada gélida, intentando clavarse en mí, atravesar con sus saetas de hielo mi deslavazado corazón que ahora se sentía fuerte, invencible. Le mantuve la mirada, la sonreí con elegancia, y ella, destruida en su ser, en su inexistencia, se fue. Me dejó conmigo misma, con mi propio reflejo sonriente ante la victoria en el mismo claro de agua, seco, donde podía reflejarme. Y entonces, me dije en voz alta a mí misma:

- El tiempo no cura; ni pasa; ni ve. El tiempo solo espera sentado a que nosotros pasemos ante él.


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