Hacia el firmamento

Delgadas hebras verticales entorpecían mi visión. Detrás de la ventana, una dulce y gruesa cortina de dobles filamentos de agua no me dejaba ver mas allá. Me sentía torpe y dolorida. Me costaba moverme. Mi cuerpo, frío como el hielo y pálido en la noche, descansaba sobre las plumas grisáceas de mi cama.


Había soñado con la crisálida de una futura mariposa, una crisálida morada oscura, casi negra, casi apagada. Pensaba que no iba a nacer nunca su dulce princesa; pero entonces empezó a resquebrajarse. Dibujó pequeñas líneas intermitentes e irregulares, interminables grietas vacías. De repente se rompió. Los trozos sólidos cayeron lentamente al suelo, observando cada milímetro de segundo cómo lenta, pero inevitablemente se acercaban al gélido césped. El tiempo se detuvo, mis ojos, inquietos y nerviosos, analizaban cada trozo de crisálida, analizaban el camino zigzagueante que los llevaba directamente por el abismo del tiempo hacia el fondo. No hicieron ruido al chocar contra el césped de rocío, pero yo lo oí con un golpe seco y profundo.


De la crisálida rota nació esa pequeña mariposa, ínfima a los ojos del cielo, reina de mi mirada perdida en ella. En cuanto sintió el primer áspid de luz de luna sobre sus eternas alas, emprendió el vuelo hacia el firmamento.


Mi mirada se quedó paralizada, suspendida en el aire nocturno, cuando de pronto se desmayó hacia la tierra donde aún quedaban los restos de la pared que protegía a su dueña. Y entonces, me desperté.

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