Flashbacks programados



Muchas veces, el día empieza con el pie derecho y se acaba haciendo un esguince. Otros muchos somos nosotros los que, con el pie derecho nos levantamos, pero creemos habernos reflejado en algún espejo porque solo nos habla el izquierdo. Y muchas otras, las menos, pero las mejores y las más queridas, nos levantamos y solo queremos volver a soñar con la única intención de evadirnos del presente, para recordarlo más tarde, aunque con intención de revivir el pasado. Y entonces, salimos a pasear.

Una vez en la calle, vamos despacio, observamos las calles, las tiendas, las paredes, sabiendo que ahora vemos una cosa, pero en otro tiempo veíamos otra. Y nos invade la nostalgia. Y el miedo. Ese miedo absurdo que ves, con sombra y sonrisa bajo el sol. Quizá quieres huir, aun sabiendo que ahora es tu mejor compañía. Y hablas para ti sabiendo que te oye. Es tu cómplice. Sigues andando por ese suelo, tantas veces levantado solo para cambiar de color, solo para volverse a levantar contra sí mismo y contra el mundo.
Te paras frente a una librería que te vio nacer y que tú has visto morir, sin poder ir a su funeral. Te observas a ti mismo, hace veinte o treinta años entrando en ella a comprar con ilusión... o a comprar la ilusión de dar un paso más y creer que eras feliz. Ahora sabes que lo eras. Estabas con tu madre. Ya no estás con ella, ya no la ves; ni a ella, ni a la tienda. No existe, nada existe, nada significa, porque ese momento ya no tiene sentido. Miras a tu lado. La sombra ya no está. Es cómplice de tus recuerdos, pero no de la melancolía que acoges en tu corazón, ahora iluminado apenas por la sombra alargada de la vela que enciendes cuando recuerdas. 

Y entonces ves un edificio. Un palacio. Lleva ahí tu medio siglo de vida y hasta ahora no lo habías visto. Él está harto de mirarte. Y hace 50 años que ya no te ve, porque está cansado de recibir tu despiste ignorante. 
Es de piedra. Supones que estará formando por grandes piedras, como tu catedral, aunque te niegas a creerlo. Es pálido, beige, blanco roto, como quieras llamarlo. El último adjetivo te gusta menos. "Roto", como tú. Como tu mirada ahora que vive lo que nadie ve, lo que una vez vio y ya no existe, mas que en tu corazón y tu alma. 
Los balcones son amplios, cuadriculados, con unas verjas que sostienen la opción a asomarte. Son de hierro añejo, en forma de tridente en la zona inferior, revestido en su cúspide de la intención de crear una flor recta, negra y disecada por el paso de los siglos. 
Ves también en su lado izquierdo una torre, palaciega. De las que reflejan la capacidad económica de su eterna herencia. 

Sigues andando, sorteando los obstáculos del presente, pensando en los del pasado y entonces, una conversación casual te devuelve a la realidad, aunque esté originada en el pasado, en el pasado de esa madre que habla con su hijo frente a una tienda cerrada y en la que dicen:

Hijo: -"Mira, mamá. Esa tienda está cerrada".
Madre: -"Ahí le di el primer beso a tu padre".


Qué bonita es la belleza del pasado, a través de la lente de tu mirada, que refleja la luz sepia de la realidad del entonces.

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