Viaje onírico

Y seguí paseando. No sabía a dónde iba, aunque daba lo mismo. En aquel paraíso no había final; ni principio. Solo se oía el maullar de las hojas de los árboles; invisibles para mí; inciertas; inverosímiles entre la oscuridad esmeralda. No había nadie; mejor. Supongo que estaba soñando; me gusta soñar; soñar viva; o muerta. Pero soñar. Supe que era un sueño porque llevaba ese vestido; aquel que vi en aquella tienda; granate, hasta la rodilla, de encaje, coronando el cuello con una cinta; negra; hermosa; plateando mi pelo dorado; mis ojos de cedro. Quizá me acuerde de ese sueño porque lo llevaba puesto. Pero, me hubiera gustado verlo ondeando al viento, el que hacía repiquetear las hojas de los árboles, pero que a mí, a mi cuerpo, no llegaba. Quizá era lento, quizá un aura de savia se lo impedía. Quién sabe. 

Los árboles eran grandes muros de mundo. Nadie podría cortarlos. Nadie debe. Porque... si alguien mata a la naturaleza, ¿qué nos quedará? Nadie merece más vida que un árbol. Qué suave. Qué suave este tronco.. Hay musgo en su cuerpo y un fino atisbo de elegancia que surge como hilos de agua desde sí mismo. Me tapan el cielo, pero no necesito ver al verdadero cielo para experimentar la felicidad de disfrutarlo. Cuán largas deben ser sus ciegas alas de alma que al otro cielo se agarran. Cuán larga es su vida que incesantemente vive las nuestras. Cuán... Quién sabe. 

En el camino que recorría había flores de todos los colores; y formas. Incluso de cristal. En ellas, se veía el río de sangre multicolor que las recorría. Tan transparente su piel, tan translúcido su corazón. Otras eran de hilo, hechas a mano por imperceptibles ovillos de eternos recuerdos. Otras, muchas, se cambiaban de sitio cuando a una azulada mariquita querían ayudar a subirse a su espalda.
Entonces 
me paré, 
frente a ella, 
frente a la reina de las flores. 
Era brillante, 
brillante reina entre la frondosa pasión. 
Negra, 
gris, 
la luna la había bautizado. 
Recorrida de vías dispares que unían unos pisos con los otros. 
Parecía una estrella, 
la estrella de vida que cobijaba a las más grandes princesas de ocho extremidades jamás vistas, que nunca me han gustado. Pero... llevaban ropajes variopintos, preciosos disfraces de luces. Me saludaron y me ofrecieron pasteles. Esto no podía ser real. O sí. Quién sabe. 

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