En el alba


Entonces cayó la tarde, como siempre, inexpugnable. Mucha gente de mi barrio ultimaba sus últimas compras en el ultramarinos, antes de volver a casa y comenzar a hacer la cena. Yo los observaba. Iban con prisa y sin rumbo fijo, solo con la idea de cumplir su objetivo, su tarea, transformada en obligación, como resultado de una interminable tradición de cotidiana efervescencia. La luz cambiaba el paisaje llenándolo de sombras, nuevas tonalidades de colores oscuros que pintaban en poco tiempo las fachadas de las casas, y de los habitantes. 
        Yo no cenaba casi nunca, es una pérdida de tiempo cuando puedes salir y, en la tranquilidad de la soledad, moverte por un laberinto cívico que, poco a poco, sin pausa se va oscureciendo y convirtiendo en un tornado de fríos colores. 

La ciudad está fría. No hace ni dos horas que el sol la secaba entre sus brazos de rojas estampas españolas. Hoy en día la alegría no dura ni con los rayos de luz. Demasiadas preocupaciones, demasiados deseos, irremediables ilusiones sin esperanza. 
        Quizá me equivoque, pero yo los veo, veo tantos deseos en cada palmo de los iris con los que me cruzo; en mis vecinos también están, son filigranas de incienso, intensos pálpitos extraños carcomidos por las necesidades humanas. Ya no hay ilusión, me decía el otro día Geoffrey, aquel joven que en su día vino a conocer mundo desde su pequeña villa americana. Ahora ya es uno más del montón de almas que se pasea por las calles. A veces pienso en él y reflexiono sobre sus ilusiones y esperanzas. Él, joven ingenuo, vino a España en busca de futuro y solo se encontró el presente. Ahora vive resignado el futuro que soñó, recordando y viviendo con una íntima sonrisa el pasado que voló. 

Qué bonito es el atardecer. Siempre vengo a este banco, el mismo que lleva sujetando mis tonterías y desde que un día comenzara el colegio. Desde este lugar siempre he visto y observado a las gentes de esta ciudad, encantada, encasillada en el mismo sitio donde fue fundada, disfrutando y acomodándose en el calor que emana de sus comienzos como refugio vivo. 
        A estas horas, por aquí, nunca pasa nadie. Hay cientos de personas viviendo aquí, desprotegidas de la insondable estrella que despierta hasta a los muertos, aunque solo sea para coger el abanico. 
Mira, a ese hombre no lo conozco. Hubo un día que sí, que –incluso– éramos amigos. Luego desapareció de mi vida. Y de la suya. Ahora va por ahí bailando sin querer, saltando de una baldosa a otra para no caerse. Es un hombre perdido que no aceptó resignarse ante la realidad, que quiso vivir –y vive– en una extrañeza, una suposición de que no le queda más remedio que vivir la vida, hasta la muerte. 
        Lleva una botella en la mano. Quién sabe de qué será. Apuesto dos minutos de mi vida a que ni él lo sabe, a que no le sabe a nada, no sirve nada más que para hinchar de esperanza los pedazos de soledad que viven en su casa, y en su mente. 

- ¡Hey, friend! ¿What 'ar you duing?

Eso me dice siempre cuando pasa cerca de mí. Realmente no es consciente de que me está preguntado a mí, es una pregunta para sí mismo. 
        Ya no sabe quién soy, como ya he dicho, ya no reconoce ni a su gran amigo de la infancia. Quiso emigrar a "la tierra prometida" para cumplir el sueño americano y aprender inglés, más o menos en la misma época en la que vino Geoffrey. Para nosotros, su llegada fue una posibilidad de hacernos a la idea de cómo volvería nuestro amigo. Y nos gustó. Éste, nuestro encantador quiosquero trajo buena ropa, de marca inglesa, un acento raro, mucha guasa y una ingente cantidad de libros de escritores variopintos como: Shakespeare, Faulkner, Joyce, Fitzgerald, Dickens, Poe, Burnett... gente que nosotros, los jóvenes, desconocíamos. 
Una parte de mí quiso, por un momento, conocer mejor a ese extranjero, aprender de él, descubrir sus razones para huir de la cultura y la riqueza inglesa.
        De joven, nunca lo supe. Él siempre puso como disculpa que su familia no le quería, que el trabajo no le gustaba, que la vida no era la que él quería y muchas otras excusas que nunca se creyó. Mucho más tarde, me descubrió la verdad, gracias a una de las escasas, pero fuertes borracheras que se cogió hace unas décadas. Huyó de su país y de su gente porque fracasó. Quiso ser muchas cosas y no fue ninguna, quiso trabajar en lo que su padre quería, pero fue un inútil, quiso casarse con la que le gustaba a su madre, pero le tiró un vaso de agua, pensando que era una rosa. Quiso ser la persona que quería, pero tan solo era él, una ser distinto que nunca fue, hasta que llegó a nosotros. 

Un tiempo después, volvió mi amigo de las tierras de Hemingway. Volvió más gordo, más grande y con un sombrero de copa alta que le hacía juego con el bastón –de adorno–. «Un regalo de una noble dama», según nos dijo. Estábamos sorprendidos por su gran regreso. Parecía un rico, un intelectual, un rey en su mudo palacio. Se casó en Las Vegas con una dulce Madelaine, de la cual nos enseñó una borrosa foto. Nos trajo algún recuerdo y muchas anécdotas. Nos dijo también que volvería a seguir con su sueño cumplido, con la felicidad de tener a esa mujer con la que quería tener familia y morir allí, para enterrarse en un panteón. 
        Nos dijo tantas cosas... tantas y tan bien definidas que nos las creímos. Pensamos que alguien del pueblo había logrado ser otro alguien, crecer, ser mejor, ser feliz fuera de las alas de su familia del sur. Pero no, nos equivocamos. 

Se ha puesto el sol. Aún se notan vibrantes, excelsas, perfectamente dibujadas, unas escamas rojas anaranjadas de fulgor amarillento, rasgando el cielo. Pronto desaparecerán, se apagarán como las miradas de todos. Como las de un nosotros que vivimos ya en su momentos sin verlas, sin percibir su belleza. Muchas veces he pensado que hasta que uno no envejece, no es capaz de disfrutar totalmente de la vida, de la extrañeza de sus sonidos, de los pasos del tiempo. 
La noche se cierne en un cansado y monótono sueño, como cuando presionamos el botón y la lámpara se apaga. 

Nos dijo muchas mentiras, todo lo que se le ocurrió, todo lo que llevaba imaginando durante los cuatro meses que duró su sueño. La ropa era un escudo ante sí mismo, ante el poder del dolor, de la verdad. No había ninguna mujer. El poco dinero que llevó se lo gastó en enamorarse de una puta en un pequeño pueblo de Arizona. Solo llegó al sur del monstruo de las ilusiones. Quizá, con un poco más de ambición hubiera llegado más lejos. Pero se quedó en el mínimo, en la comodidad de encontrar algo barato y vivir del cuento hasta que se le acabó la suerte. No trabajó. No produjo para el país ni para sí mismo. No leyó ni pisó una librería ni una biblioteca. Le encanta la novela policiaca. Esperaba trabajar de algo de eso, sin saber que ya estaba preso de su desdicha. Robaba cada cierto tiempo para pagarse un puro cada viernes y unas copas que le enfundaran valentía. 
Creo que quería volver para morir allí y parecer un mártir del futuro, de la revolución del gran sueño. 
        Ahora vive chapurreando alguna palabra en inglés, lo que suponemos que pudo aprender de la gran esfera del poder. Es lo único con lo que se ha quedado. Sigue yendo con su bastón y su sombrero, siendo la viva imagen de un rico de dinero, pero pobre de sí mismo. 
Ya no es nadie. Solo un espectro de lo que no ha sido ni será, que por la mañana duerme y te olvida y por la noche demuestra que ya no te conoce. 
        A pesar de todo, me divierte verlo. Lo descubro con tristeza y se me encoge el corazón, aunque las lágrimas ya no salen, porque sé que ya no es él, ya no es mi amigo. Es otro. U otros. No me acuerdo ni de su nombre. Solo es un borracho. 

La negra estampa del cielo me abruma, me abre los ojos, pero me ciega. Veo lo que por el día no sé distinguir: la desgracia de algunos y de todas las vidas que poblamos las tierras del sol.
Toca dormir, toca convertir en sueños la realidad de la noche. Mañana –hoy–, en el alba, resucitaré mi espíritu y, de nuevo, mi ignorancia. 

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