La casa

La familia se mudó a la casa hace un centenario, cuando eran todos jóvenes y la casa iba a otra moda. La familia fue creciendo y muchos de ellos muriendo, pero otros los sustituían, como meros soldados al frente de la batalla. Cada persona, distinta a la anterior, pensaba de una u otra manera acerca del mundo, aunque todas se referían al mismo mundo: eran seres realistas que dejaban pasar el tiempo en su piel y en su mente. Incluso a veces pensaban en la casa. Era un objeto real, útil porque los cobijaba, porque les daba un techo y los calentaba de noche. 
     Pero nadie pensaba en la vida de la casa, en las esperanzas de su techo y las ilusiones de cada parte de su inmóvil cuerpo. Ella sentía. Veía pasar los años, veía cambiar a sus habitantes, veía cómo dejaban de cuidarla, cómo desaparecían con el viento. Ella estaba siempre bien, fuerte, con unos pequeños arreglos anuales, pero siempre cumplía con la función de protegerlos. Sí, a aquéllos que la habían construido, que habían hecho de ella una elegante mansión, un escudo de protección ante la meteorología, ante los problemas del exterior, ante la conocimiento. 
     Pronto desaparecerían los habitantes de la casa: unos por jóvenes, que salían para mejorar sus vidas en grandes ciudades; otros por vejez, por añoranza de la vida, por sed de morir, de terminar con lo que tan solo produce ya cansancio. 
     Llegó un momento en el que la vida desapareció y la casa se quedó sola consigo misma, con la ausencia de las palabras y la presencia del silencio. Estaba agradecida por tantas décadas de alegría y feliz de estar sola durante algún tiempo, hasta que alguien distinto la compre, hasta que vuelva a conocer otros individuos a los que vea sentir y jugar, y a los que vea irse para no volver. 
Nadie de esa casa sobrevive al tiempo, salvo la casa misma, que solo desaparecerá cuando alguien quiera destruir los recuerdos de tantos momentos de sueños, de tantos instantes inolvidables. 

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