Por la orilla del río

La veía caminando por la orilla del río. Todos los días. No importaba la hora. Supongo que a ella tampoco. No miraba a nadie, tampoco a nada, solo pensaba. Reflexionaba sobre el mundo y cada cierto tiempo miraba la hora. Siempre tranquila, siempre en calma. 
Iba siempre con vestidos. De muchos colores. De hilo y de algodón, también de lana y de seda. Colores muy fuertes, colores claros, de varias tonalidades, con formas y adornos. 
Llevaba broches. Siempre distintos y siempre a la izquierda. A veces pensaba que podrían soltarse y clavarse en su cuerpo y sentir su alma. 

La veía desde una cafetería. Siempre la misma, con las mejores vistas. Observaba sus movimientos, alternos y variables en la longitud del tiempo. Un día la vi asomarse al río. Me hubiera gustado acercarme de espaldas y verla reflejada como en estrato de espejo. Pero entonces me vería, y yo siempre pensaba que saldría corriendo. Le gustaba, sí, correr por la orilla del río, sorteando los charcos que formaban los cisnes. 

Siempre sonreía con sus manos al viento, saludando con los brazos abiertos, sin ver la vida, abrazando la alegría. 
Me gustaba mirarla, siempre escondida entre la hierba, siempre acechando a las palomas. Era feliz, eran tiempos de esperanza, de contar historias, de vivir la vida y contar cada segundo de libertad. 

Ella y yo éramos felices, observando cada vida mientras pasaba la nuestra. 
Un día dejó de venir. Su presencia se desvaneció en el aire y mi mirada, perdida, seguía observando su alegre ausencia corriendo por la orilla del río. 

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