La ciudad


Brazos infernales infestos de mugre y polvo. Extractos viejos, ocres y mudos de la miseria reinante. Esquinas flojas, otras duras de óseas filigranas que rasgan la piel hasta hacerla pedazos. Vías largas de punzantes sombras esquivas, de luces que se contraponen enfrentándose a la esperanza. Sí, la esperanza, un ser perseguido. Un ser que se lleva a prisión para que no escape, para que no coloree la monotonía, para que destruya los corazones ambiciosos cargados de ansias desconocidas. La esperanza, encerrada en el centro de la urbe esperando su final: ser degollada en la Plaza Mayor a los ojos de los innumerables garabatos deformes que habitan el estado del desorden; vidas insanas que resquebrajan la paz hasta romperla en mil pedazos. 

Cada casa es un nicho de vidas futuras, de sueños convulsos que remueven la tierra. Viven en ellos hojas de libros perdidos, que en las vidas ajenas de quienes los rodean, solo dura su espíritu unos pocos segundos. Nunca disfrutan lo que tienen hasta que pasan a la siguiente página del gran manual del Apocalipsis. Personas viven y mueren entre la penuria de querer ser más que los demás, distintos en sí mismos. Vidas desgastadas, mustias y despiadadas. Afirman querer libertad entre los brazos de la ciudad para acabar acuchillando la libertad de los demás, de aquéllos que los defienden y representan, de aquéllos que en su vida no han tocado la esperanza, pues son ellos mismos la de los demás. Son la cúspide de la alegría de unos, la decepción de todos los demás. 

También hay edificios importantes: fachadas recias que encierran el vacío, la desilusión, el poder de la degradación, las sombras alargadas de los que allí moraron y vivirán por los siglos de los siglos. Lugares a los que se acude por necesidad y de los que se sale con hartazgo, con fuego azul en el interior del hemisferio de la carne. 
Las murallas las rodean para inmortalizar el espacio y el conocimiento. Ahora ya no son nada. Solo muros. Muros que tapan la vista necia de las desquiciadas miradas. Solo son el recuerdo de la muerte de quienes por allí pasaron. Ya no encierran ni siquiera la historia porque la historia ya no importa. Su heredero, el futuro, es el único por quien se progresa, se crece y se ama, aunque solo los muertos deban ser venerados. Las puertas de la ciudad conducen a la jauría de fieras extrañas, sedientas de rabia ardiente que desprestigia a su especie para rociarla de la ira de la existencia. 

Algunas ciudades tienen ríos o mares. Aguas infinitas del eterno llorar. Cuántas infidelidades se habrán reflejado en ellas, cuántos secretos, cuántas lunas y cuántas amenazas y cuántos miedos. Muchos ríos de sangre habrán ido a parar a sus aguas como afluentes naturales del rugir de las montañas. Espejos de las risas y de las almas enjauladas, delirios acristalados de la exuberante urbe. 

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