En la marea


Está en calma, está tranquila, está feliz. Las olas sonríen, divertidas. Exploran las cumbres con las que colorean de blanco sus pequeñas montañas de agua, de reflejos de luz, de lentes transparentes hacia el fondo del mar. Las olas siempre están en movimiento. Van y vienen como los deseos, las ilusiones y la tristeza. Cuando lo sientes, sabes que en algún momento se irá, pero nunca cuándo volverá. 

Las olas viven en la marea. Viajan durante toda su vida reencarnándose una y otra vez en otra ola, distinta a la anterior: con otros dibujos, otras salpicaduras, otra altura y nueva profundidad. Dura un rato, navega por el mar surcando a sus coetáneas hasta chocar, sin remedio, con una roca, una playa o un silencio desolador, en medio del horizonte de sal. 
Son olas, sí. Todas iguales en su colectivo. Todas exactas en su estar e inexactas en su ser. A veces no aparecen por formar parte de la azulada superficie curvilínea. A veces reaparecen cuando la sombra sigilosa de un barco corta el reflejo del cielo. Las olas se vuelven locas contra su existencia. «¿Por qué está ese objeto allí?», piensan. Por qué justo allí, cuando hay tanto infinito desnudo en el resto del mundo. Allí ha ido a molestarlas –quizá– o a despertarlas de su profundo sueño de nanas en tenues zigzagueos. 

Hacia la derecha y hacia la izquierda. Hacia la derecha y hacia la izquierda. Hacia la derecha y hacia la izquierda. Siempre lo mismo. Hacia un lado y hacia el otro, en continua monotonía cotidiana. Ni siquiera los seres que allí habitan son capaces de cambiar lo que no se puede, lo que la naturaleza ha creado para sí, para su propia forma de ser. 

Pero no siempre está la marea en calma. A veces, el cielo se colorea de lúgubres ausencias de luz. Nubes enormes decoloran el océano tiñéndolo de oscuros contrastes, hasta trasformarlo en un ser decrépito y fúnebre. Y entonces, de repente, un rayo, una lanza de luz incendia el cielo, recorta la vida y entrecorta la respiración del aire. El cielo se prepara y el océano, mudo, espera la riña ensordecedora, y luego, por último, el castigo: caen dañinas y puntiagudas sobre la marea las lágrimas que encierra en su corazón de coral. No se ve vida marina ni desde arriba ni en el fondo del mar, ahora frío y solitario. Hasta las algas se entrelazan entre sí para no escuchar el estruendo de la guerra de las aguas, de la mezcla de universos distintos que paralelamente se observan como simples extraños. 

Solo es aguantar. Cuando el cielo se cansa, se disipa el estupor de la tormenta. El mar vuelve a su tranquilidad y transparencia; la vida marina sale y vuelve a hacer vida mundana; las algas se separan y se dejan llevar por la suave corriente de caricias. El Todo está en calma y vuelve a mimetizarse entre sí. Es la vida inmortal en la marea. 

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