Hacia el alma

«Sé lo que quiero pintar», estaba pensando. Pintura con escritura, con letras y espacios, en negrita o en cursiva, en un tipo de letra o en otro, más grande o más pequeño. Pensaba todo esto como un simple preámbulo de lo que quiero contar. Lo pensé, pero, ¿cómo expresarlo? La belleza de mirar hacia un lado y ver el símbolo de tu ciudad. Una vida eterna, un péndulo de cristal que absorbe la infinitud del mundo, de todos aquellos garabatos que, durante toda la historia, vienen y van a ver nuestra Catedral. La Catedral de Burgos, enjambre pintado en hechos de historia y artística escultura. Está formada por hilos, millones de hilos: todos son casi transparentes, no se ven ni en la luz ni en la oscuridad y, sin embargo, están ahí, formando su textura y su alma. 

«Sé lo que quiero dibujar», sí, en eso pensaba cuando solo las teclas del ordenador me pedían que escribiese algo. Algo sobre el alma, ¿sobre el alma de quién? Y pensé en Burgos, la capital de cuantos corazones vivimos en ella y a la que admiramos profundamente todos los días, consciente o inconscientemente. Me gustaría dibujarla, pero yo no sé  dibujar. Y entonces lo pensé,  no solo se dibuja con lápices y compases. Y en el compás del tiempo escribí un dibujo de nuestra alma. 

«Sé lo que quiero escuchar». Su historia, su vida inerte, su muerte viva. Todo ello se escucha en los susurros del viento que con ella se cruzan, los de los viandantes y peregrinos que con onomatopeyas la admiran, en los conciertos y misas que en ella se celebran y que crean y elevan al cielo melodías rítmicas de incienso y aire. 

«Sé hacia dónde quiero mirar», pensé sentada en aquella silla. Quiero mirar por la ventana, ver el cielo azul de Burgos y la fina brisa helada. Quiero mirar hacia el alma, hacia la Catedral de Burgos, reina y señora del silencio; y de la ciudad; y de todos cuantos sonreímos sin querer al ver su sombra, su reflejo en el espejo de nuestra conciencia. 

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