Días de confinamiento


Mientras el mundo está en silencio, las casas bullen.
Mientras la tierra descansa, sola, bajo el asfalto de plata,
las casas bullen.
Mientras la vida se rige por el miedo, la calle espera.
Mientras la belleza está sola, lo desconocido avanza.

El exterior es una calle de más de un millón de cadáveres,
ausentes,
que descansan en sus capullos,
cerrados,
que pasan largas horas oyendo gemir al huracán,
mientras se aburren,
mientras abandonan los rosales del día
y las tristes azucenas letales de las noches,
interminables.

El mundo dijo y se dice a sí mismo:
–¡Diríjanse por las calles en gran número!
¡Despídanse de ellas
o de lo que queda de ellas!

Y en larga procesión separada,
avanzaban sobre la calzada
las huestes de sombras ya encadenadas
a la desazón de su alma
y al miedo de una mala pisada.
Y la muchedumbre gritaba:
–¡A casa, a casa!
Y para eso debían salir del exterior de las calles.

Entonces, comencé a ver claro.
Las calles son la libertad, humana.
La mente es un instrumento malvado
que asusta, que hiere, que alerta, que
te acerca al pánico,
que te eleva hacia los confines
de la preocupación,
de la desolación,
del límite humano.

Las calles son la libertad.
La mente es una cárcel de malos presagios
que ausenta por expulsión a la razón,
a la calma, a la alegría, a las sonrisas.
Ahora veo el confinamiento propio,
querido,
amado,
por obligación,
porque es así,
por ti,
por mí,
por nosotros,
por la poesía,
por el arte,
por la ausencia del ser,
porque la lluvia mojará la tierra por igual,
sola, mezquina, fuente de protección de cuerpos,
contención de lágrimas,
estandarte de seguridad.

Paseábame por las ciudades desiertas,
mudas, extrañas, ajenas al todo,
envueltas en polvo, en sombra, en nada.
Y veo los monumentos,
solos durante la historia,
solitarios ahora por la preocupación individual.
Y veo las plazas. Lloran
ante la ausencia del fuerte murmullo infantil.
Y veo los establecimientos, cerrados,
sin vida útil por contagio,
por contagio de soledad, de tristeza.
Y veo la ciudad, antes despierta,
ahora carente de vida: parece un cementerio;
el cementerio de la luz, del miedo,
de la desesperación.
Y veo cómo todo se apaga, menos el sol.
Y veo cómo la noche cae sobre el día,
cómo las estrellas aparecen encendidas,
esforzándose por dar luz
a tanta tierra oscura.
Y veo cómo los edificios, tan cerrados y tan bulliciosos,
guardan la esencia del latir,
la luminosidad de la sangre en movimiento,
de las conversaciones,
de las risas, dormidas;
de las palabras serias,
reflejo de la alarma
que se cierne suavemente sobre nosotros.
Y veo tantas cosas mientras camino sola.
Y siento tantas cosas mientras la soledad me acompaña,
sin hablar. Pero siento su compañía,
junto a mí.
En este mar de gritos encerrados,
en estos días de confinamiento,
en un océano de brindis olvidados,
En el paseo del aire, de la brisa,
del viento atronador que todo lo envuelve,
del recuerdo de las violentas tormentas,
del grito de las almas que cruzan la ciudad,
de lo que ha sido y siempre será,
pero que ahora no es.

Y vuelvo a casa con estos pensamientos
que llenan de ruidos cada instante de la mente,
de mi mente,
que  gritan y lloran como si alguien más
pudiera oírlos.
Y ante la verdad que cae en cascadas de realidad,
vuelvo a casa.

¡Silencio, silencio!

–––––––––––––––––––––––––––––––––––
Para la creación de este poema se han utilizado versos cogidos de forma literal o parafraseados de las siguientes obras:
El poema "Insomnio" perteneciente a la obra Hijos de la ira, (1944), de Dámaso Alonso.
El artículo "Día de Difuntos de 1836. Fígaro en el cementerio", (1836), de Mariano José de Larra.
El poema Mientras por competir por tu cabello, (1582), escrito por Luis de Góngora.

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