Tempus memoriae


Seguía leyendo. La historia estaba bien, aunque hacía ya tiempo que me había dejado de interesar su lectura. Quizá fuera porque la trama era de otro tiempo, mucho más moderno, o quizá porque no me gustan las novelas realistas, quién sabe. Levanté la vista del libro y lo cerré, aun sabiendo que el marcapáginas estaba encima de la mesa y no recordaba el número de página. No me importó. La luz que entraba por la ventana era de un color turbio y agrio. El cielo estaba encapotado y se esperaba lluvia. Mientras miraba hacia la enorme ventana que surcaba el ángulo sur del salón, seguía taconeando suavemente en el suelo. Si no lo hacía, caería el silencio, con lo que ello implicaba. Esa casa era sobrecogedora día y noche. Normalmente, a la gente le suelen dar miedo los ruidos extraños que se hacen plausibles en una vieja casa romántica del siglo XVIII. De madera demasiado vieja, de paredes resquebrajadas por las lágrimas y el tiempo que ha ido pasando inexpugnable, a pesar de las enfermedades y de las muertes, tanto de las naturales como de las provocadas. El tiempo es un ser anómalo. Muchas veces nos acompaña cuando nos permite llegar a un lugar temprano, aun si salíamos tarde; sin embargo, cuando nos gustaría recibir su mirada cómplice, sus pasos breves a nuestro lado y sus palabras de aliento ante la vida, nos encontramos con la realidad: el tiempo no es un amigo, no es un cómplice –al menos no de sí mismo ni de nosotros–, no está para ayudarnos ni es su misión; el tiempo es aquel que nos ve de reojo en nuestro nacimiento, sin importarle lo más mínimo. También es quien nos mira a la cara, con una tenue sonrisa cuando morimos, sea de la manera que sea. Somos un punto más en su eterna existencia. Quién lo diría. Esta casa ha visto cosas que nadie ha imaginado nunca: asesinatos, traiciones, lujuria mal contenida, mentiras... Y ahora ya solo siente la normalidad del silencio interrumpido por mis tacones.

Quién sabe por qué realmente no me gusta el libro, si es verdad que no me gusta y me estoy adelantando a mi propia realidad. Quién sabe por qué no me gusta la novela realista. Creo que porque mi vida es demasiado real, a pesar de las innumerables circunstancias que la hacen ficticia. Sobre todo por los gritos. Quién sabe por qué cada vez que voy hacia la ventana –mi ventana–, a ese balcón –mi balcón–, la gente lo oye, el pueblo lo oye y se esconde de mí, de su agradable vecina. A veces he pensado en no ponerme los tacones, y así no sabrían si salgo o no, pero es más divertido asustarlos, que huyan, que dejen de hacer lo que hacen por permitirme ser la protagonista de sus sombras.
He abierto las enormes puertas que dan al balcón. Apoyada en la balaustrada, realzada por numerosas tallas de hierro de personajes que no conozco, ni conoceré jamás, ni me importan. Miro hacia delante, hacia el horizonte que me propone ese lado de la casa y, como me imaginaba, no hay nadie. Quizá estén escondidos, como siempre creo que pasa, o quizá no haya nadie que pueda esconderse de mí.
Hace frío. La corriente de inverno descansa sobre los tejados marchitos, sobre las tejas caídas, los nidos a medio hacer y las veletas ondeando furiosas a merced del viento, intranquilo y fiero, atronador. Me divierte ver cómo el pueblo sufre ante el coro que implora el cielo. Mi vestido ni se inmuta, a pesar de la fuerza del vendaval. No es mío. Se lo robé una vez a una mujer que vivió aquí hace mucho tiempo, solo el tiempo lo sabe; supongo que la vio venir al mundo e irse, tal y como fue o quizá como yo me he imaginado. Ni siquiera sé su nombre, pero su ropa me queda bien. Es negra, como mi espíritu, larga, anticuada, de un tiempo ya olvidado en el tiempo, tiempo de su tiempo. Cuando lo vi por primera vez tenía en el bajo del vestido un pedazo de tela de lencería blanca de color granate, casi negra. Supuse que sería sangre. En esta casa siempre ha vivido mucha gente y muy mal han acabado todos, como reza el libro de familia. Quizá las brillantes historias mortuorias hayan sido producto de un narrador, de alguien que vivió muchos años y que fue escribiendo en su diario familiar las desgracias que él mismo había planificado. Quizá para quitarse del medio a gente que no lo complacía o a quienes quisieron engañarlo o matarlo. Yo creo que lo escribía por placer. Son los relatos del terror más horribles que he leído nunca, de alguien que casi ha presenciado todos esos actos. De una persona sin alma, sin vida, sin ilusión, sin palabras, sin escrúpulos. Imágenes que estremecen, que hacen daño a la psique humana, que hieren físicamente a quien los lee, que te dejan perplejo y asqueado. Una narración que te acoge en su seno y te transporta a ese momento en el que te permite ver cómo suceden los hechos. 

Me encuentro en la habitación donde encontré el vestido que ahora llevo puesto y ahí, donde me agaché a mirar la mancha de su lencería blanca, la moqueta de negruzcas flores está llena de sangre y yace una mujer en camisón, un cuerpo que ya no es más que «el cuerpo» del que tantos hablarán después. Y lo veo también a él, al autor del crimen, un hombre. Está vestido de odio y su rostro tiznado de ira. Se le ve feliz, aún en el disfrute pleno de haber hecho lo que se quería. No veo a nadie más y sin embargo alguien, poco tiempo después, escribiría todo esto con detalles escalofriantes. Quizá fuera el autor del crimen, aunque, una vez que seguí leyendo el relato, supe que el autor del crimen intentó suicidarse, sin éxito. Quedó completamente perplejo ante sus actos, al darse cuenta realmente de sus consecuencias. Se rasgó la mitad de la garganta y observó, con el dolor de su futuro perdido cómo pintaba de sangre la habitación, de otra sangre, de la misma que la de su amada. Sucedió algo entonces que me pareció precioso. Aun odiando a la mujer que yacía en su misma habitación, miró cómo la suya, su sangre, llegaba a los límites de la de ella, y se juntaban, y se unían como antaño lo hicieron en un altar. Y la miró. Tenía el rostro desencajado, y sin embargo mostraba calma. Los ojos abiertos, de un verde aún incansable. Sus labios seguían rosados, aunque su piel se había vuelto de marfil. Observó el pelo rubio, rosáceo ahora en la zona izquierda, que rozaba su propia sangre. Miró su pecho con desdén, pero a la vez con el amor que lo había llevado a ser feliz con ella, pero también a matarla. Seguía odiándola aun después de muerta. No quería que lo encontrasen vivo y sin embargo lo estaba. Se asustó a mis ojos, sin verme. Se levantó. Apenas quedaba sangre dentro de él, pero su cuerpo seguía fuerte y su garganta, aunque cortada casi al completo, seguía allí, permitiéndole tragar y respirar. Qué sucedía. No lo entendíamos ni él ni yo. Ambos líquidos carmesí estaban por fin unidos, después de la muerte. Ninguno de ellos sentía ya dolor, pero uno aún estaba vivo. Quería gritar y no podía. Quiso llorar, pero sus ojos no tenían nada que expulsar. Cogió el cuchillo que le había fallado, aquél con el que intentó darse muerte, pero que no le dejó. Volvió a apuñalarse en un intento último de que no lo encontraran vivo. En el pecho, hasta tres veces. Aún quedaba algo de sangre en su cuerpo. Pero siguió vivo. Oyó entonces pasos que subían aquellas interminables escaleras y recorrían los pasillos de la que ahora es mi casa. Él se alteró, se aceleró, sintió miedo, un pánico espantoso, tenebroso. No podían encontrarlo vivo. No quería tampoco morir junto a su amada, a la que tanto quiso y aún quería. Y se apuñaló tantas veces hasta que no quedó piel que atravesar, solo jirones. Pero seguía vivo. Aquellos que buscaban con ansia, miedo y urgencia, corrían por todas partes dentro de la casa, los vivos y los muertos. Todos asustados e inquietos por los terribles gritos que dio la mujer antes de ser asesinada. Y él, ese marido atormentado que no sabe cómo abandonar el mundo de los vivos, por fin se levanta a duras penas y se tira por la ventana. Aun a pesar de que no puedo creer lo que estoy viendo, que mi corazón sufre tanto como el de él porque el de ella ya no siente, corro, corro sin querer hacia la ventana por la que él ha huido de aquellos que lo quieren descubrir. Camino por encima de la sangre sin mojarme, sin ensuciarme, sin sentir la calidez del ser humano ni estremecerme por la sensación fresca del resto del suelo por el que paseo descalza. Entonces lo veo. Veo cómo se ha tirado ese cuerpo que ya no es cuerpo, sino recuerdo de él; veo cómo el viento lo zarandea enfurecido, un viento inhumano que lo trata con odio, que lo empuja a chocarse contra los tejados antiguos, a enredarse en las veletas de las casas que yo ahora veo desde mi balcón, que, aún vivo, mira a todas partes sintiéndose sin cuerpo, sin alma, sin nada. Piensa en su desgracia, la de creerse por encima de ella, de poder con ella y con todos cuando no se lo merecía ni era quién para hacerlo. Y aún vivo, una oleada de viento lo destruye contra el suelo, lo descuartiza en la piedra en la que ha caído y ahora sí, muere. Ahora, después de sufrir el dolor inmenso de la vida y de la estupidez, el mundo lo mata y lo maldice para siempre. Quién sabe si ha sido ella, vestida del vendaval que ahora observo desde mi ventana.
Aún me pregunto y lo haré siempre: ¿Quién fue el que relató con tal exactitud esas muertes, si solo yo, en forma de sombra, en forma de lectora que lee un hecho real, estaba allí? Nadie más. Él no pudo escribirlo ni ella tampoco. Quién lo escribió con la preciosa caligrafía con la que yo lo leí, manuscrito en aquel viejo libro de familia. Lo he pensado muchas veces. Y en ese libro y en muchos otros aparece la misma caligrafía y la misma fuerza que te obliga a revivirlos, aun habiendo pasado tantos siglos. Y ningún humano vive tanto, aunque aquel que se enfrentó a la naturaleza y a la muerte no consiguió morir cuando debía y solo después de recibir el castigo, pudo acceder al mundo de los muertos. Por eso creo que lo escribió el tiempo, ese ser, ese dueño del arte que por sí mismo ha pasado y pasará, escribió con una enorme y bella pluma lo que yo leí, vi, sufrí y que nunca podré olvidar.
Ha comenzado a llover. No podré ver si salen de nuevo los habitantes del pueblo, cuando yo haya cerrado el balcón. Pero si sale la lluvia, ellos no saldrán. Quizá piensen que es amiga mía o cómplice. Pero la lluvia forma parte del tiempo y ni él es cómplice ni ella lo será jamás.

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