Invierno

La luz se filtra tenue y dulce entre las persianas. El frío exterior nubla de calidez mis pensamientos, que se ahogan en las aguas termales de las estrellas cristalinas de nieve. El paisaje es blanco. Yo no lo veo, pero las paredes de mi habitación amanecen con un tono de marfil puro, recuerdo presente instantáneo de los pasados y futuros de azabache. 

Escucho. No se oye nada. Sigo escuchando. Mantengo mi respiración en una blanca a mitad de un pentagrama suspendido en el aire. Sí oigo. Quizá no es más que el ruido del silencio. O quizá es el callar del sonido. 

Me levanto. Abro la persiana y después la ventana. Entra una brisa helada, que calienta mi cuerpo. Las cortinas envuelven mis brazos y acarician mi pelo junto al viento tranquilo que acude a mí desde el exterior. Me siento feliz al vislumbrar mis iris grisáceos reflejando la imagen que se presenta ante mí. 

Lo vuelvo a oír. De nuevo ese ruido entre la calma. No veo nada, sin embargo. Espera, sí. Ahí, cerca del árbol de blanquecinos huesos que recorre visible con sus raíces el vasto imperio de la nieve. Ahí, en el suelo, una rama cojea. Y encima de ella... ya la veo. Una ardilla levanta la cola en señal de aviso, pero al verme se relaja. Recoge su avellana, me mira con ternura y vuelve a su escondrijo. 

El invierno ha llegado. 



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