Idílico

El paisaje se puede tornar gris a mitad del día, pero las esperanzas fluyen, insensatas e ilusas como solo son ellas, como caracteriza a la elegante y eterna esperanza. Siempre lo mismo, año tras año, las ilusiones se encuentran felices y se entrelazan unas con otras; las amapolas se dan la vuelta para observar el leve murmullo sonoro de las risas y los abrazos. Seres que se mueven y que sueñan despiertos un sueño incandescente, anual y alegre. Pero no son ellos los protagonistas ni sus sueños ni sus esperanzas ni sus ilusiones ni las amapolas que los miran sobrecogidas, ante la inmensa felicidad que expresan ni son las nubes, cada vez más grises y cómodas sobre un sofá de vapor de agua. Los grandes protagonistas de la jornada son los enormes enebros que acogen bajo sus sombras y protegen de aquellos seres naturales que viven su actividad en la libertad del viento, a los pueblos de la zona: a todos los habitantes de un pueblo y de las ramas familiares que lo protegen y le dan vida; a aquellos que sin ser del pueblo o sin conocer su pasado, se juntan anualmente ese día con los demás, con su familia espiritual por orígenes y tradición, por orgullo... una familia grande que antes poblaba las leves y breves calles de su pueblo, rodeando con sus sueños la espadaña de su iglesia, corazón y alma de su existencia y de la creación de esos lazos ya familiares, fuertes y brillantes de recuerdos, fiestas, alegrías y tristezas; y que ahora se cobija bajo las fuertes ramas de los enebros a los que cuidan y en los que se divierten, acariciando su tronco y los recovecos de su historia. 

Las nubes, sin embargo, observan con cierto recelo tanta alegría y cariño natural. Ellas, tan solas y tan lejanas, no pueden compartir sus deseos con todos aquellos fantasmas humanos. Sin embargo, sí pueden rozar sus esponjas de jabón con las más bellas y altas ramas y hojas de esos enebros, enhiestos surtidores de sombra y sueño que acongojan a esas nubles con su belleza, altura y vejez. Esas nubes también quieren divertirse, pero no tienen bebida ni comida; solo un mar de vapor de agua a sus pies, salpicándoles la cara y haciéndoles cosquillas en la nariz. 

Es por eso que entre sus risas descontroladas y las cosquillas de agua y jabón del enebral que las precede, se les escapa un río de belleza, oscuridad, calma y magia. Los enebros celebran su fiesta, pero también se apiadan de los pueblos que confían en su cobijo, y mueven sus ramas para protegerlos. El cielo se prepara para su gran fiesta, también en esa explanada tan radiante, frente al santuario que protege toda la zona. Y explotan las nubes de pasión, felicidad y fiesta; un milagro más de ese santuario: el milagro de la vida y de la naturaleza. 

Sin embargo, aquellos pueblos que festejaban a las orillas del enebro no están invitados a la fiesta celestial. Y con el sueño de la vida y la alegría final, recogen y se van. Hasta el año que viene, a expensas de otro milagro y de una fiesta de nubes, enebros y sol. 

Imagen editada por Neila Rodríguez. Fuente: Segovia, un buen plan


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